“¿Qué tan lento se puede quemar este cerillo
de madera?” Me preguntaba luego de encender el tercer cigarrillo de la noche,
cansado de esperar la visita, de visitar la sala de espera. Me concentré en el
cerillo y el cenicero de mármol, y un par de pequeñas muestras de ónice en la
mesita de al lado. El cerillo se
consumía lentamente, como desafiando mi vista, sentí náusea al verlo y pensé
que la batalla estaría perdida; Ignacio se retorció en el cenicero y terminó su
agonía; sí, le puse nombre al cerillo, su naturaleza ígnea merecía ser nombrada
y he ahí el resultado.
Cogí una esfera de ónice pensando que Ignacio
no se daría cuenta y la guardé en mi bolsillo.
-
¡Señor, su turno! – Gritó Ignacio – Me alegra que haya venido.
-
¡Oh, gracias! Ahí voy, déjeme terminar el pucho.
-
Jajaja… está bien, pero no se demore eh.
Sí, el médico se llamaba Ignacio. Y yo no
sabía hasta qué punto debería estar ahí; después de todo me encontraba en
perfecto estado, pero me sedujo el viejo consejo de: Debemos acudir al doctor
una vez al año. No, no fui por ello, fui a pagar una vieja visita con mi
subconsciente, de una forma u otra su muerte me afectó y decidí hacer caso al
único consejo que me supo dar, aunque sea inútil. Y por eso sentía que era
Ignacio quien me visitaba y no yo a él, porque realmente no debía estar ahí.
Exhalé un par de aros humeantes desde mi boca y apagué el cigarrillo en el
cenicero, dejándolo reposar al lado de Ignacio.
Entré al laberinto de su consultorio,
realizando que sin la camilla parecería una oficina poco convencional, y me
recosté antes de que me diera la orden, procedió a auscultarme. Respondía
monosilábicamente a cada una de las preguntas sociales, me dejé llevar por su
conversación, le enseñé connotativamente el significado del monólogo, y terminó
la cita.
-
Felicidades, pasó el chequeo; sin embargo, debería dejar el alcohol y
el tabaco, le pasarán factura en algunos años. ¿Ingiere alguna otra sustancia
aparte de las ya mencionadas?
-
No…
-
Muy bien, señor. Puede regresar tranquilo a casa; buen viaje.
Para cuando lo dijo ya me quería largar,
“Adiós Ignacio” respondí fríamente, y salí del consultorio recogiendo a Ignacio
y pensando en cómo carajos me habían dejado fumar en aquella sala de espera. El
mundo enloquece más y los médicos particulares se diagnostican el dinero. Salí
del edificio y me di cuenta lo tarde que era. Me despedí de Ignacio en un
basurero y caminé de frente, hacia el mar.
En Miraflores, jueves por la noche, frente al
mar; el malecón se volvía mi confidente y sus memorias me susurraban al oído que
todo esto debía pasar, me sentía tan cerca, casi acariciando el destino único,
la fatalidad de la brisa y su expediente prematuro, y hasta ahora lo sigo
sintiendo, dos horas después, recostado en el grass húmedo del acantilado y pendiente a un pequeño llamado de la
luna.
Son las dos y treinta de la madrugada y el
astro permanece ausente; decido que éste ya no es más mi lugar, me levanto y le
pido a La Muerte que me acompañe. Prefiero tenerla cerca, prefiero hacerme
amigo de ella y ganarme su confianza, prefiero retomar nuestra relación tan
anecdótica y riesgosa, por eso le pido que me acompañe, para recordar viejos
tiempos en el centro miraflorense, donde estuvimos tan cerca por primera vez… Aquel
día acababa de hacer un compromiso con la vida, y jamás me había sentido más
vivo que en aquella vez, entregándome ansioso a la muerte.
Me di cuenta, después de muchas cosas, que
los momentos más gratos son los más peligrosos, cuando la integridad y la
felicidad peligran, destilan muerte aun más que la vida misma, amplificando tu
percepción de ellas. Y todo ello tenía un origen, y me largaba del final de
aquél.
Llegué al mítico parque del distrito, nombre
de presidente extranjero, gente que quiere ser extranjera, gatos que se
alucinan forenses, policías con herramientas inútiles (Pero importadas),
artistas afrancesados, restaurantes americanizados (Léase de Estados Unidos),
un hambre de globalización y un aire tan fresco como la conchudez que se
respira, a pesar de todo… me resulta divertido, entretenido y hasta
interesante. Sigo pensando que el Parque Kennedy sin los peruanos sería
exactamente lo mismo ya que nadie difunde nuestra cultura. En fin, me dirijo
hacia Barranco, me alejo de las peripecias del lugar y tomo una ruta poco
ortodoxa.
Un bar a medio camino me saluda
tentadoramente; tengo sed, estoy cansado, no quiero ir a casa, motivos
suficientes para entrar, “Un Chivas en las rocas, por favor” pido atentamente
mientras busco un lugar lo suficientemente incómodo como para mí. Recojo mi
trago, me siento en la silla y se me agotan los pensamientos. Pasó una media
hora y unos pocos vasos más, hasta que una mujer se sienta a mi lado y empieza
a hablar, “Debe ser una de esas putas que te engatusan en los bares” pensé,
pero no, era una chica extraña que aparentaba ser común y corriente, con la
peculiaridad de ostentar un aura mística que me intrigaba a saber más sobre
ella.
-
¿Quieres algo de tomar?
-
¿Tú invitas?
-
La casa invita – respondí mientras ella reía tímida y, de alguna
forma, sensualmente.
Bebidas en mano, brindamos por el bar y su
amplia generosidad y, obviamente, por la ebriedad del mozo confuso.
-
Y… ¿A qué te dedicas?
-
No sé cómo lo tomes, pero soy escritora – esbozaba una sonrisa cómplice
con la que entendí todo… me dirigí a la muerte: “¿Me seguirás acompañando, no?
Sabes que esto es riesgoso”, “El riesgo es vida” me respondió, no te puedo
acompañar.
-
Oh… ¿En serio? ¿Cómo dijiste que te llamabas?
Un par de horas después, brindando por el carboncillo
de los lápices perdidos, embriagándome en la penumbra de su mirada, recitándole
a la comisura de sus labios, respirando de su aliento al ritmo sosegado de mis
ansias nocturnas, me levanto y abandono el bar. Perpleja, pareció comprender el
idioma del tenso aroma de nuestros ojos, y resolvió seguirme. Me ataja
rápidamente con un beso a la salida, recostándonos en su auto, buscando las
llaves, seduciendo al silencio; al poco rato, nos dirigimos hacia su
apartamento.
Naturalmente, yo manejaría y naturalmente,
estaba borracho. Pensaba en no pensar, en mi inminente inseguridad, el riesgo
me incita a continuar, la razón me dice lo mismo; La Muerte, me seguiría, muy
lejos. Yo sé lo que sucederá, lo único que me asusta es terminar visitando a
Ignacio por no tenerla cerca… Acabo de encontrar a la mujer de mis sueños y
sólo pienso en dormir, en pedirle a La Muerte que dicha dama se quede en ellos.
Colonias