Colonias


Hasta el bodeguero de la esquina, en el borde del pequeño zaguán de su latino hogar, había percibido el perfume inocente que destiló la muchacha aquella tarde. Los dientes trashumantes migrando al terreno estival de su cortina curva, y su andar gracioso derritiendo el polvo en forma de pequeños tacones cuadriculados, conformaron la determinación para distraer al incauto hocico masculino. Consiguió el frasquillo en el mercado de pulgas local. Pereció en el mismo lugar. Lo rentó por un amargo adiós, por una fría despedida.

La fantasía aromática que suscitaban sus ojos de pequeña, al desfallecer cada frasco de la tienda, produjo un trauma inusual. Fue la historia contada, como un chisme maltrecho y generando miedo, hasta convertirse en estupor. La magia del olor masoquista y del envase roto desgastó enormemente la imaginación de la amistad recién concretada, del jardín de infantes y sus pequeños protagonistas.

Se visitaron como acordaron sus madres y, muñeca recelosa en mano, decidieron jugar a ser grandes. Resulta que la infancia noventera en Perú se revuelca en su antepasado místico y el descubrimiento de culturas pseudo-occidentales atañe en las progenitoras la capacidad de un afloramiento tardío. Loras y cotorras aguardan impacientes su cháchara onomatopéyica en la fría estancia aledaña mientras madres e hijas las imitan en la sala rojiza.

Dos muebles adornaban la mesita de centro que, resaltante, imponía su edad cuasi conflictiva con el patriarca nupcial. Se la regalaron a Éder Escorcia un día antes de su boda, profiriendo un destino legendario a su final. Las vicisitudes del tiempo y la severidad del adivino permitieron que acabara quemada en el depósito municipal de basura, no sin antes expulsar el aroma finito que finiquitaría la fineza del fiel cagadero público, pues más que una mesita de centro era una mesita de noche.

La casa, ubicada al lado de un hostal caduco, inspiraba cierto respeto que, ciertamente, era percibido por las pequeñas muchachas. Las niñas conversaron y discutieron, entre risas exageradas y con el acento mimético de sus mamás, exacerbaron los indicios de un pasado turbio y, protegidas por la intimidad del corredor que apuntaba al baño de visitas, salió a flote. Adriana Meza susurró, casi confundiéndose con el gemido del ventilador techero, el secreto de las colonias maltrechas y las mayólicas empavonadas, el parquet húmedo y la nariz tupida, el inoportuno accidente que marcaría sus vidas.

Recordó el pasaje fatal con mucha astucia, y no menos nostalgia, como lo había hecho durante toda su vida desde el fatal incidente; y, desde hace trece años, en las mañanas, a las seis y cincuenta, hora en que salía de la ducha, hasta las siete y veinticuatro, cuando terminaba su desayuno. Aquel día era especial y lo recordó hasta las ocho y seis de la mañana, hora en que subió al autobús para ir al mercado de pulgas local. Lo recordó por treinta y un segundos más cuando bajo del vehículo, y por otros quince cuando vislumbró el viejo cartel de la perfumería (ahora stand) “Enchanté”. Se acordó del evento durante un minuto y cincuenta y tres segundos, tiempo que demoró en sacar su billetera y buscar el inocuo billete de cien soles, y durante toda una vida cuando se bañó en la esencia de la mirada del infame vendedor de colonias.

Dejaron de ver, renunciaron a sus oídos. Clara Escorcia y Adriana Meza convergieron en el cónclave de los olores mortales, como deuda hacia su pasado hostil. Desde pequeñas aprendieron a analizar su mundo metiendo las narices en situaciones inhóspitas, buscando un aroma fugaz que les permitiera resarcirse de los daños perpetrados y la miseria inevitable de la ex-lujosa perfumería. Siempre fue su culpa.

“Entre la fragancia de las flores, encontrarían el camino hacia sus viajes perdidos”, reza el epitafio en su lápida. Ambas murieron envenenadas, dice la autopsia. Curiosamente, nadie las visita, pero siempre hay una flor, cada día distinta, renovándose a las seis y cincuenta de la mañana.  Las enterraron juntas, como debieron nacer, esperando que su putrefacción refulja en un perfume sagaz que, desafiando a la muerte, desate vida en el incauto pesar de sus benefactores.

Le Moment – Mémoire VIII: La Lettre



La Prensa se caracterizó durante décadas por ser un diario fiel a la verdad, de gran calidad y talentosísimos periodistas; naturalmente, eso cambió.

Habría sido una tarde corriente para un personaje inusual, pero la mañana capituló la rutina y destronó al café y el humo. Un innoble redactor meditaba en el sillón reclinable fumando un puro y observando la ciudad por la ventana. El escenario sería hermoso de no ser por el clima hostil, la tensión malacostumbrada. Pensaba y divagaba en sus más extraños recuerdos: desde la mofa de su madre al despedirse sin lápiz labial rojo, hasta la cruda visión conyugal que terminaría por convencerlo de que la vida es una infidelidad. Pues uno es infiel hasta con lo que come, nadie puede tomar decisiones por sí mismo sin atreverse a traicionar al hígado o al estómago o al cerebro, y todo esto mientras apuñala a sus pulmones exhalando un pequeño aro tostado.

“Mi mujer es una perra” solía expresar cada mañana mientras se afeitaba con la navaja de su padre. Siempre se preguntó por qué seguía con ella después de lo que le hizo… “Uno, dos, tres… nunca cambiará”, terminaba la plegaria matutina. Los indicios del suceso cruel empezaban a aparecer por toda la casa, estrictamente sobre la cabeza del muchacho; sin embargo, el exceso fue la desaparición de la cuchilla heredada. Si había algo que odiaba más que su cónyuge era la vellosidad exuberante y, si a eso le sumas el hurto luctuoso, el pobre hombre estallaría tarde o temprano. “Te amo con todo mi corazón” exclamó al caer la noche, esperando la devolución del bien preciado. La melena continuó su camino.

Huyendo de su esposa, siempre llegó primero al trabajo, y aprovechaba la oportunidad para divagar por los pasillos y jugar con las computadoras encendidas. Saltaba en la oficina de su jefe y, distraído, retozaba sobre la alfombra carísima con el dibujo del elefante persa extraviado en lugar del clásico logotipo de la empresa. Aquel día, temprano, el primer golpe del infiel y habitual puro coincidió con la llegada del cartero. La correspondencia iba dirigida al diario y al “Pequeño resquicio de honestidad que aún alberguen sus oficinas”. Ingenuo como pocos, el joven periodista abrió el sobre y se encontró con un titular que confinaría su emergente locura en las habilidades de su lengua rasposa. El escrito rezaba: “La Terre est plat” y una foto de un ministro saludando a unos hombres y entrando al congreso decoraba la extensa reseña que incluía el mensaje.

Leyó como nunca se había atrevido a hacerlo, olvidó su puro y el café cayó presa del frío matutino. Eran aún las siete de la mañana y los folios y pliegos y reseñas del sobre gordo lo inundaron en la irrealidad de un mundo veraz. La fugacidad de la vida lo sorprendió de golpe, guardó la misiva en un bolsillo y escribió su carta de renuncia. Su esposa lo escucharía: “Hoy se acaba todo”.

Fue demasiado cobarde y no le dijo nada, sólo se limitó a reclamar la navaja recientemente perdida. Pasó una semana. El primer día llegó sulfurado, indignado, confundido. Su mujer lo esperaba rebosante y de buen humor, ni siquiera le dio tiempo de discutir, retomó los calores de antaño e indagó en su vientre el motivo de su frustración, la solución de su premura. “Hoy no lo hizo” pensó… “Hoy no puedo”. El segundo día fue diferente: la pelea se dejó encontrar con una facilidad entrañable. El triunfo femenil estaba cantado, y la verdad él no planeaba vencer. Aprovechó su oportunidad y huyó de la casa. El divorcio tácito, la traición permisiva. El tercer día, bajo un puente olvidado, se dio cuenta que no había presentado su renuncia. Regresó al trabajo y el grito que recibió fue espantoso. No más puro, no más café, no más oficina… fueron algunos de los improperios (Muy resumidos y censurados por lo soez de su contenido). Sentado en un pasadizo y secando su camisa de la saliva de su jefe, redactó la nota diaria. Cuarto día, La Prensa exhumó un alboroto: se registró una fuga en El Fuerte hace nueve días; el acto estuvo tan bien planeado que recién entonces se dieron cuenta en el penal. Las notas y los papeles volaban, el cerebro del individuo también quedaba traspapelado. Nadie sabría dónde estaban los prófugos, pero los lectores quieren datos (Que se pueden falsear) y el gobierno exige datos (Cuya falsedad pasaría a integrar el centro penitenciario). Quinto día: faltó al trabajo, necesitaba comer. Desayunó en el mercado, jugo de naranja y piña. La acidez del encuentro lo llevó a escapar; lo que, sumado a su evidente falta de dinero, era más que justificable. Tras la séptima esquina en diagonal, cuando perdió al policía que lo emboscaba, se topó con las diurnas luces de neón de un hostal malaventurado. Las ventanas taponeadas, empavonadas y cubiertas con un tul que se hacía llamar “cortina”, ocultaban el pronto escenario de alguna vaga esperanza: la mujer (su esposa) y la dama de compañía ingresaban sin inmutarse al recinto, resguardadas por un hombre gris. Sexto día: llegó a las oficinas del medio y encontró el diario en el tacho de basura. “Por fin se decidieron a publicar la noticia de El Fuerte”, sonrió… aún no renunciaba. Séptimo día: el periódico coronó un titular amarillista: “¿Sucede algo extraño?”; abajo, una foto inventada de un reo contumaz escapando. La nota desinformaba, los jefes sonreían, los periodistas cobraban. Antes de retirarse recordó la carta, la leyó de nuevo y su indignación acaeció con más fuerza que nunca. El puente había hecho estragos su salud y sólo entonces haría algo: renunció. Se largó pensando en su esposa, en la infidelidad, en la carta, en la libertad, en el medio, en la hipocresía y en la maldita suerte que tenía por querer morir estando vivo. Se fue apretando sus pasos y rechinando los peldaños de la vieja escalera que precedía la salida, saltó de un golpe los cinco últimos escalones y cerró la puerta para siempre… sujetando el mensaje en la mano, dejando el sobre abierto.

Un par de horas después, un practicante realizaba su primera tarea: suplantar al valor perdido. Creyó que hacía trampa, no sabía para quién. Escaso de tiempo y de ideas, tomó una fotografía que encontró en las escaleras posteriores a la entrada de la empresa, recogió el periódico del tacho de basura y redactó lo primero que se lo ocurrió:

                Todo continúa normal
Huele a democracia en el congreso. El Ministro de Telecomunicaciones firmó hoy un contrato multimillonario con las principales empresas de telefonía en el país. El acuerdo disipa todas las dudas que generaron las redes sociales en los últimos meses ya que asegura la libertad comunicativa en todos los sectores de la sociedad.

“Está asqueroso, – le dijeron – pero lo publicaremos. Editado” Sin opciones, el muchacho aceptó. Quería hacerse famoso de alguna manera (Aunque su nombre no saldría en la nota) y soportó la vergüenza de ser manipulado. Periodista del futuro.

Lo pensó por una hora y pidió que le devuelvan la nota. Su dignidad estaba en juego, pero ya la había perdido hace rato. Le ofrecieron escribir una micronota para policiales, aceptó de mala gana. En la noche se enteró de un “accidente deleznable” y afloró su creatividad literaria (La nota también sería editada) :

Loco se mató porque su esposa lo maltrataba: Un hombre se plantó en medio de una de las avenidas principales de la capital esta tarde. El suicidio habría sido motivado por los maltratos de su cónyuge. Fuentes confiables aseguran que perdió la razón a causa de la cauterización de su miembro viril perpetuada por su mujer. Dicha señora lo habría hecho dormir en el patio de la casa, “¡La tierra es jodidamente plana!” acotó la víctima.

Le Moment – Mémoire VII: Devoir Supplémentaire



“Presto agitato, prestissimo, stacatto, grave…” Se oía en la habitación contigua, donde el hijo del ministro recibía sus clases semanales de piano. El profesor, nada dócil ni considerado con el pequeño de ocho años, proponía ejercicios cada vez más complejos y cambios demasiado rápidos para un niño, el cual, sorprendiendo a todos, ejecutaría con ejemplar maestría. El chiquillo era un prodigio de la música; a su corta edad había dominado varios études y mazurkas y ballades y nocturnes del complejo Fryderyk Chopin, su compositor de cabecera; y, ahora, gracias al docente italiano, descubría los secretos de las sonatas y sinfonies de Beethoven. Sonaba una de las mazurkas de Chopin (Opus 41 – cuarto movimiento) cuando Tulio dio por terminada la clase y se dirigió hacia el incauto padre para proceder con el cobro respectivo. Paga en mano y corazón contento se retiró a su hogar.

El recién nombrado Ministro de Telecomunicaciones se perfilaba como un gran político y, en general, el gobierno producía gran expectativa en todos los ciudadanos. Era un tiempo de libertades, de calor y de excesos, era un tiempo donde todo, absolutamente todo, era normal y lo “raro” era el pasado y el presente era el futuro. Era un tiempo sin tiempo pues, donde ya nadie se molestaba en contar años y décadas porque sencillamente no importaban. Era un tiempo en donde las distancias se verían superadas por circuitos y señales y satélites y demás aparatos extrafamiliares que producirían enajenamiento en la desgracia. Se describía el descontrol “controlado” en cada página de La Prensa, en cada no-día de las no-semanas; y a todo el mundo le parecía genial y, el hecho de que, al parecer, el nuevo gobierno no vaya a hacer un carajo para nadie y sencillamente se dediquen a extraer un poco más de dinero del explotado (pero abarrotado) bolsillo de los pobladores, les merecía su más sincero aplauso.

Tulio fue contratado por capricho del niño y por un delirio visionario que sufrió el padre en uno de sus inconstantes sueños; se le buscó, se le llamó, se le contrató y empezó a dictar sus clases. El viejo profesor (En sus cincuentas) poseía un aspecto demás cansino y un poco maltrecho, y un carácter demás entrometido, estricto y bondadoso. El tipo era inteligente y aprendió a pensar desde pequeño; dicen que la política no es para los que piensan, tal vez por ello vio lo que vería (Y que no debía ver) y dedujo lo que deduciría (Y que no debía deducir). Comenzaron las lecciones y pasarían un par de años en los que el muchacho aprendería velozmente y el profesor sería testigo de los enormes cambios que ocurrirían en el gobierno: lo que aparentaba ser un mandato de turno terminó por convertirse en una revolución. El presidente habló siempre de la prensa de la “cojudez”, medios vendidos a la economía mundial, desinformación y cosas por el estilo que sólo tenían cabida en el paupérrimo canal del Estado que, por cierto, nadie veía. Los líderes nacionales y su gabinete inexperto terminaron peleados unos con otros y, de la nada, un cabildo destronó al mandatario. Se defendía la “libertad” desde una trinchera con barrotes, y su carcelero parecía el juez; y la justicia, su verdugo. La ética y la moral andaban tan deshumanizadas que cada uno defendía lo que no creía defender y, entre confusiones y abismos, un cadáver militar de las viejas guerras de cuando aún los años contaban cifras y los meses tenían nombres, aprovechó para imponer un régimen que, además de obsoleto, terminaría siendo contraproducente.

El nuevo gobierno causó el descontento popular; sin embargo, acostumbrados a quejarse entre dientes, nadie hizo nada. Las clases de piano avanzaban con una prestancia inocua y se lograba distinguir, casi al ras, como una metáfora del testigo gris que observó todo desde siempre, las maniobras políticas que mitigarían los perjuicios hacia la distinguida familia y su apellido. Tulio Valle (Cuídese de conservar el acento italiano al pronunciar) desechaba para entonces los pocos rasgos de turista que podría tener en el país y en la mansión. Inspiraba confianza y nadie jamás se atrevió a desconfiar de él, a pesar de que él nunca confió en nadie. Independiente y maniático como pocos empezó a fisgonear alentado por un ápice de patriotismo extranjero, una cuña de dignidad que sintió regurgitar junto a la acostumbrada copa de gin una madrugada. Y la curiosidad fue valor, y el valor verdad y la verdad, como creyó conocerla, fue una bola de nieve que, en lugar de crecer, regresaría al valor y luego a la curiosidad de la que fue víctima un gato. Había terminado una clase y habían pasado tres semanas desde que la no-dictadura se instauró en el país cuando el maestro, apurado por la desidia y resguardado por su poca fortuna, indagó más de lo debido. Buscó, buscó… y el que busca tarde o temprano encuentra, y encontró lo que no buscaría, pues se le había extraviado una tuerca que luego confundió con cuerda que luego confundió con partitura que luego confundió con los documentos confidenciales que andaban regados por el despacho del ministro.

Se fue enterando de esa manera de muchos eventos y artimañas ajenas, del manejo y descontrol del gobierno y así pasaron lentamente dos años, dos años de información, de guerra interna (Porque de hecho su cabeza era un campo de batalla) y de desilusión que acabaron por obligarlo a tomar una decisión. La no-dictadura se había encargado minuciosamente de maquillar una democracia conflictiva, un proceso lento y pseudo-escandaloso que derivaría en una lucha de oposiciones en el gabinete congresal por una serie de audios y chuponeos y desvergüenzas prefabricadas que surtirían la argamasa para articular el fin ulterior: censura total.

Se propagaron algunas leyes ya promulgadas y se promulgaron algunas no propagadas que, con el apoyo de la prensa, lograron su aceptación total; sin embargo, la población no podía permanecer callada. Existen nuevas formas de comunicación sin mediadores y la red era inmensa, intervenirla de la nada generaría un caos inevitable que debía ser controlado. El riesgo era enorme, pero una vez las empresas de telefonía empezaron a ver sus intereses económicos perjudicados, barajaron la inminente huida. Demandas y contrademandas la demoraron mientras el ministro veía lujuriosamente cómo las empresas caían en su juego. Al final, se irían aceptando el coste de transición de líneas a un canal oficial, dejando una patente para ejercer un control “ficticio” y conservando las regalías (Que era lo que menos le interesaba al Estado). Los empresarios vieron en ello un negocio sencillo y sin desventajas: dinero fácil. Aceptaron inmediatamente sin notar que el último azar de la democracia sería una adhesión de las comunicaciones a la constitución, por lo que se debía tramitar una modificación clandestina.

Para entonces el pueblo empezaba a despertar y el paso de la no-dictadura a la sí-dictadura era un secreto a voces y se divulgaba por diversos e ingeniosos portales, los cuales otorgaban un acceso libre a quien lo solicitara. Ocupaba servidores externos y mantenía a la gente informada; el ministro de telecomunicaciones estaba en el ojo de la tormenta y sólo disponía de un movimiento más para sentenciar el jaque mate, para inclinar la balanza de una partida que, si no era llevada con el debido recato, podía ser ganada por cualquiera.

Tulio, al tanto de todo esto, decidió formar un grupo de aficionados en línea. Fanáticos o patriotas, los idealistas resolvieron, después de un duro entrenamiento de seis meses, perpetuar el robo de los documentos en la mansión, exportarlos a naciones contrarias e iniciar dos guerras: una externa y otra civil. Sabían que necesitaban ayuda de fuera, pero sabían que ello no venía gratis, por tal motivo quisieron tenderle una trampa al mundo. El maestro se encargó de brindarles los pormenores del hogar, las gavetas, las llaves, las puertas y las escaleras, cada baño, cada grifo, las cámaras y sus puntos muertos, las alarmas y sus alarmantes fallas, todo estaba planificado y creyó no habérsele escapado algún mísero detalle que fuera de importancia y, en efecto, fue así. No obstante, algo salió mal… alguien murió y la gente corrió y él se desvinculó totalmente del evento. Ese día, la familia fue a presenciar el primer concierto del muchacho en el Teatro Municipal. El maestro ansioso, abandonó la obra al tercer movimiento y se dirigió al lugar de los hechos, pretendiendo dar la voz de alarma y conservar la confianza infundada; sin embargo, no pudo evitar plantarse en la plaza y admirar al orate orador que recitaba indignado su real discurso. Un disparo y comprendió todo, fue a sentarse a los pies del monje infame, lamentándose de su vida, de sus errores, de la pequeña hormiga que lo acompañaba en su pesar.

Una semana después, cabizbajo y abstraído, renunció a su cargo de profesor, se despidió de la familia y nunca más se le volvió a ver por ahí. Aquel día, tras la despedida, echó una última ojeada al despacho de su jefe aprovechando que no estaba en casa. Encontró un último documento que aclaraba que en dos semanas se concretaría la ansiada reunión en el congreso para firmar las licitaciones e intervenir las líneas telefónicas por un rato. No supo qué haría luego, se sentía culpable y responsable, pero cansado y derruido, los días siguientes le fueron advenedizos y él, junto a su soledad, sólo alcanzaba a dibujar una postal antes de caer dormido. El pincel onírico que supuso el lienzo de su vida: El portazo forzado, la frente en alto y, antes de partir, la llegada furtiva de un sedán azul conducido por el ministro, aquél fue su último capricho. El reemplazo de su arte.

Le Moment – Mémoire VI: Le Discours



La volátil plazuela, la estatua imperante. Resultaba curioso que un dogmático sacerdote fuese homenajeado en dicho lugar, donde, en el núcleo de la rotonda central, deslumbraba su escultura de mármol. Adornado con golondrinas oscuras y palomas marmoleadas, cercado por rejas metálicas que ni sus aéreos visitantes se molestaban en ensuciar; y, biblia en mano y mirando firme hacia el horizonte, el cura albino de aspecto senil y sonrisa perenne, expresaba en su sarcasmo el pundonor de sus hábitos. Hecho curioso e irónico por la naturaleza de la plaza, templo de la bohemia local y epitafio de la moral perdida; sin embargo, la efigie del monje sirvió para darle esa temeridad que sería tan característica del histórico centro.

Sin los extravagantes caracteres que inundaban el lugar, parecería un terreno baldío. Estreno circense, loco despiadado, mujer boa, mujeres en boas, y mujeres con boas, eran sólo algunos de los espectáculos que se podían presenciar. Por un tiempo, la mayor atracción del sitio fue un hombre relativamente mayor (En sus cuarentas) que, con la mirada perdida en algún sórdido rincón de su pobre imaginación, se dedicaba arduamente a rodear la estatua del frívolo asceta. El innoble caballero se mantuvo así por años y casi una década hasta caer muerto por la desesperación de no poder recobrar el aliento que, según él, se le había caído en uno de sus “viajes”.

El chambellan du la chapelle¸ como solían llamar al caminante los graciosos muchachos del distrito, se vería raudamente reemplazado en un par de semanas. Entre los antagónicos personajes que, desde entonces, solían verse en la plaza destacaban siempre dos: un hombre elegante cuya función, digna de la carpa más lujosa, cautivaba a un público considerablemente amplio, y un señor desaliñado, presa del anacronismo apócrifo, cazador de misticismos inermes, curador de un secreto a voces.

“Se escapó del hospicio”, susurraban los conservadores. “Ma vulgaire prophéte”, sentenciaban los bohemios. “Sólo alguien más” imaginó el grueso de la gente. Durante el corto tiempo que el mítico errante permaneció en la “place du vérité”, dialéctica paradójica del oráculo popular, cautivó a todo el que pudo oírlo; orador innato e incansable trovador, sorprendió y conmovió con cada discurso, cada réplica, dúplica. El recital del diablo,  le nom du mot, la verdad escéptica… cada acepción que connotaba su monólogo indicaba un paso adelante en su misión. Siempre quiso revocar, anhelaba cambiar el mundo, darse a la fuga con el resto, abandonar el sistema; y así maquinó, tras una matinal y elevada reflexión, la culminación diaria de su amplio sermón:


“…y después de muertes y vidas precoces, luego de hallar cercenados los últimos vestigios de la libertad proclamada, al final del diálogo sordo que comprende una línea telefónica, una carta con tinta china, una China con tantas cartas; hallamos un idioma prófugo, una lengua ultrajada, un hablar tan adverso, reverso y converso en nada más que simples estupefacciones; simples y llanas mentiras.

Al final… ¿Qué hemos ganado? Tras años y lustros y décadas y siglos de polución, de expoliación indemne… ¿Qué ganamos? ¿De qué me sirve saber todo si acaso tengo nada? Díganme, ¿Qué es lo conveniente de exponer dictámenes inútiles, palabras lavadas? La hostia de tu maldición fue ingerida antes de que nacieras, cuando la tierra aún era redonda, cuando todo fluía sin excepción y tus labios tenían poder y tus besos portaban veneno, y tu lengua propagaba verdades y tu mirada era tu identidad, y todo cobraba importancia y los cobros no eran importantes, y la religión mandaba en su seno y en tu seno no había religión, y las reliquias andaban enterradas y entonces no se enterraban reliquias. La tierra fue redonda hasta que se descubrió su movimiento, hasta que el infinito no causó miedo, hasta que empezó a ser dominada. La tierra fue redonda porque tu voz resonaba, se perdía en las paredes de su protección, regresaba intacta a tus oídos tras recorrer el mundo.

Y fue aplastada, machacada sin piedad alguna por el peso de su riqueza, por la nobleza de algo que sencillamente nunca importó nada, por rocas, por papeles, por árboles, por albores fragantes en playas exóticas, por océanos de hierro y olas de dinero, por arena de cobre y castillos de boletas. Derruida por su lacra, por el brillo de su caca…”

Antes de proclamar y reclamar su última oración, el hombre era comúnmente vitoreado por una multitud que cada vez era mayor. Incluso el muchacho circense ordenaba sus horarios para culminar con su obra y atender al heroico final de su competencia; sin embargo, en la última de sus charlas, la presencia fue inicua. Minutos antes de contemplar el point culminant, un cañonazo retumbó en la avenida más cercana, la multitud estalló, revoloteó, se desbandó inmediatamente como buscando un escondrijo irreverente o un lugar propicio para ver el evento; todos se largaban y sólo su hilarante antagonista y un sudoroso hombre enternado, consternado, preocupado y apurado se quedaron a oírlo; además de un desafortunado transeúnte que, maleta en mano, se ganó con el impasse:

                “…Señores. El esplendor de un eje absurdo jamás existió. Vôtre Terre… est plat.”

Le Moment – Mémoire V: La Fuite



“La crème de l’amour, liberté, et la vie en prison” se oyó susurrar al reo un sábado en la noche, antes de dormir. En la víspera de la fuga, todo acaeció con normalidad; nadie lo sospechó, ni tendrían por qué.

Un policía afrancesado que, malhumorado por su cambio de turno, sacó a flote su fantaseo expiatorio, recorrió tranquilamente los cursis pero limpios corredores del Fuerte, cárcel estatal temida y respetada no por muchos, mas habitada por varios. Durante el breve tiempo que abordó los pasillos del centro penitenciario pudo conocer perfectamente las celdas, hasta les agarró cariño después de unos días. El chiquillo con uniforme era alto, meditabundo, extranjero, alguien cuyo nombre nadie supo porque nadie lo pudo pronunciar, ni tampoco se interesaron mucho en ello; se había fugado tanta gente del país que era común ver uno que otro personaje forense en medio de una calle cualquiera. Él, belicoso y abstraído como siempre, decidió recorrer cada pequeño recinto, provocar al mínimo presidiario, ganarse golpizas, propinar castigos. En pocos días se ganó el odio y temor de la mayoría de convivientes; sin embargo, exceptuó siempre a unos cuantos: una suerte de pequeña comunidad que suponía evocar al “Club de la Serpiente”, un grupo de convictos pseudo-intelectuales,  paranoicos, románticos y desdeñosos. El guarda pareció enamorarse de ellos, pasando horas enteras conversando y maquinando y fantaseando y creyendo ser los muchachos franceses del lugar.

“Prendre la fuite” solía decirse al final de cada reunión los preciados samedis. Un himno inusual, conciso, tramposo y desleal; el amén de los presos del club, porque todos sus miembros andaban reclusos en él. El dato curioso es la complicidad que se notaba entre el guardián y uno de los prisioneros. Se conocían desde antes y tenían un enemigo en común: Una mañana soleada, en medio de una avenida principal, el efectivo se desenvolvía en su ardua labor de policía de tránsito hasta que, tal vez por el reflejo del astro o su sexto sentido corrupto, advirtió una falta leve. En una de las calles aledañas un auto azul se había detenido más adelante de lo normal, invadiendo el crucero peatonal. Fue pues, a concluir el trámite respectivo; paso lento y seguro, malicia tierna y oscura, golpeó suavemente el vidrio polarizado, soberbia vehicular. El sedán arrancó inmediatamente desafiando la luz roja y surcando los autos advenedizos, el policía cayó de espaldas y sólo alcanzó a ver una minivan negra inestable, girando y evitando el choque con el coche infractor para terminar estrellándose contra un árbol circundante. Impertérrito, corrió a socorrer el accidente, a mitigar el daño; morboso, el ansia de la imagen hiriente de un cadáver lo hizo atravesar el humo y saltar las astillas y esquirlas con la habilidad del entusiasta impaciente. Antes de poder siquiera ver qué sucedía dentro, resonó un disparo en el vehículo, se asomó por la ventana rota y pretendió no ver lo que ocurría.

-          Vous êtes à l’étrànger, monsieur – exclamó el pulcro hombre que adornaba el desastre.
-          ¿Ah?
-          ¡Jajaja!...  A este caballero – apuntando al cadáver del conductor con su arma – solían llamarle Winnie; yo, no tengo nombre.

Le Moment – Mémoire IV: Coup de Feu



No dormía bien desde la semana pasada, las continuas pesadillas lo insultaban y su eco reverberaba por la cuadriculada habitación en la que vivía. Era un hombre travieso y confundido, alegre y estúpido, pero inmensamente perdido; absorto en su totalidad extenuante, en su ansiedad lucrativa, en las sanguijuelas de toda su vida: la eterna duda de sus deudas.

Levantóse cansado y huyó hacia el trabajo. Tenía pensado renunciar hace varios días, pero la cobardía natural que expelían sus cuentas le impedía hacerlo; se embadurnó en cachemire y su clásico eau de la vie, mal llamado ginebra, y se retiró paulatinamente hacia la puerta de bordes dorados que lo separaba del oscuro mundo primaveral del que era parte. La cerradura se trabó y su aspecto tomó el tinte rojizo que nunca tuvo. Ardía y quemaba y sulfuraba la salida, alarmando a Miguel, nuestro personaje, y obligándolo a escapar por la ventana que apuntaba hacia el pasadizo del condominio. Corrió durante horas ignorando platas y oros y fuegos y guantes blancos por el suelo; continuó corriendo hasta hallar una resbaladera acuática. Ya estaba mojado hacía un par de horas, pero le tenía miedo al agua; desesperado, resolvió saltar al vacío.

Caía y no dejaba de caer, hasta se podría decir que planeaba y, por supuesto, planeaba morir. Respiraba humo y llovía ascendentemente, las gotas ácidas fueron deshaciendo su traje en billetes de dieces, veintes y cienes. Despegó el cielo económico y, en su desnudez, Miguel vislumbró su destino: un vicioso y psicópata muchacho se apuntaba a la sien con un revólver mientras lo perforaba con la vista; el cian de su mirada lo despedazó, conduciéndolo a un estado de demencia neutral, gritos y gritos y la sorda amplitud sonora del Smith&Wesson retumbaron en su cabeza. Ciego por el temor, abrió los ojos y se encontró con la botella de gin a medio tomar. Abandonó lentamente la cama, recordando que el agua de la vida era el whisky, mas no su adorado liqueur de ginèvre, se retorció por un minuto hasta percatarse del alboroto vecinal: un hombre elegante corría desesperado hacia la avenida principal; entretanto, algún otro grupo de ciudadanos se dispersaba hacia y desde la plaza.

Desinteresado y con una tardanza considerable, terminó siendo convencido por el oficio y se aventuró a su faena diaria. Se despidió de su edificio entre el tumulto cucufato y el bullicio episcopal sin apartar su pensamiento de aquel momento. Esos ojos azules no los olvidaría jamás.

La Boda


Mi agnóstica irrealidad me impediría estar ahí, elegante, bien tiza y pintado para muchos, demasiado sobrio para mi gusto. Siempre tuve la certeza de que me faltaban unas copas encima, algún shot miserable que se atreva a distraerme y abstraerme y hasta salvarme de la tortura cruel que estaba sufriendo. Sin embargo, ahí parado y tentado por los diversos disfraces cortos y blancos, y las traviesas sonrisas que alentaban mi inmaduro instinto de procrastinación, mi lealtad jamás estaría en duda, puesto que acepté ser el padrino de bodas de un gran amigo mío.

Él: nervioso, tembloroso y emocionado, esbozaba una amplia sonrisa cuya razón hasta ahora desconozco, jamás me atreví a preguntarle si fue por miedo, frustración, nervios, apariencias, felicidad, gozo, alegría, amor o estupidez. Llevaba un traje negro, cuya opacidad brillaba a lo ancho del altar, una espléndida camisa blanca y una corbata del mismo color, así como un pequeño pañuelo albino que guardaba en la solapa y una dulce orquídea que cogía temeroso con la mano izquierda.

Ella: desaparecida como tenía que estar y nerviosa como debía permanecer, divagaba perdida en algún lugar del templo, esperando el momento propicio para hacer su ingreso triunfal. Un vestido de encaje blanco y unos finos tacones similares adornaban la hermosa tiara de plata que coronaba el velo de seda del que, un rato más tarde, se vería despojada. La eterna muchacha se casaría pronto y, buscando el bouquet o sollozando sus miedos, mantendría a todos a la expectativa.

Yo: ansioso.

Me eligieron padrino y la conmoción me llevó a aceptar. Había olvidado lo aburridas que son las misas con su olor a nácar y a naftalina, y había olvidado también mi deseo trepidante de secuestrar el vino sacro que ocultaba el padre en algún lugar. Supuse que ésa era mi misión, y el alcohol me distrajo hasta el cenit del evento, o al menos el deseo de hallarlo.

Sucede que la novia demoraba más de lo debido y los cuchicheos eran cada vez más evidentes. Había una vieja gorda, cuyo vestido color camote reflejaba los desquites del verano y cuya sonrisa hipócrita hacían menos agradable mi estancia en el lugar. Es decir, ¿por qué la sonrisa? Ni siquiera ha aparecido la novia. Pero no, las cuarentonas empezaban a impacientarse, las cincuentonas a imitar a la señora y las sesentonas a olfatear un baño. En cuanto a los hombres, la sinfonía magistral de los hambrientos recodos de sus fajas componía un halago al prometido, pues sonaba casi como un aplauso. Se podría decir que disimulaban o que no compraron el triple que la abnegada cocinera clerical vendía en la entrada; de una forma u otra la iglesia invocó un barullo poco común.

El organista nervioso empezó a tocar lo que sabía, dejando notar su falta de experiencia. Sonó un intento de Beethoven con Mozart y Wagner con Mendelssohn, pero claro, nadie entendía el mamarracho que sucedía más arriba. El novio, mi amigo, compadre, confidente y cuasi-pareja empezaba a sudar frío, se notaba por el estado de la orquídea que lentamente viró de blanco a gris conforme pasaban los minutos; e, impaciente, me dijo que quería ir a buscarla…

-          ¿Estás loco? Mira cómo suda la tía… si te vas su cirujano se queda sin trabajo. Tranquilo, el lío será peor si desapareces.

Supongo que eso habrá servido para calmarlo porque, aunque no se rio, se mantuvo en su sitio.

La primera incidencia ocurrió a los dos minutos cuando un señor de unos ochenta años, que al parecer nadie conocía, se levantó y empezó a circular el rumor de que la novia andaba muerta por un desmayo que le produjo el soslayo de una imaginación sin precedentes. Sí, muerta por un desmayo, sin embargo la gente, hambrienta de chisme, lo tomó como cierto y, minutos después, el octogenario recibía la noticia de que la “composición” del organista fue preparada para su muerte.

La segunda también tuvo a otro viejito como protagonista, esta vez no tan mayor (La señora camote aseveró que aún ejercía con plenitud y destreza sus facultades masculinas), pero de un aspecto cansino. El señor se retiró “al baño” y nunca más apareció. “Al fin alguien tuvo la valentía de hacerlo” pensé, pero no… de pronto la novia estaba viva y aquel fue su amante por seis largos años con el que se habría dado a la fuga porque el cobarde no soportaría la vergüenza de decir: “Yo me opongo”.

Los suegros, muertos de risa con lo que sucedía, reflejaban la antítesis de la situación (casi) conyugal. El novio continuaba nervioso y quería largarse a buscar al amor de su vida. Y lo habría hecho, y lo habría dejado hacerlo, si no fuera porque de pronto, percibimos a un acólito deslizarse por un pasillo de la sala portando, cual bota de navidad, el bastón de las limosnas que el cura, minutos antes, le había entregado. Salieron un par más y para mí fue suficiente. Me largué del templo a paso firme y por la alfombra roja. La gente empezaba a mirarme contrariada y perpleja, pero yo seguía avanzando, pues no tenía la mínima intención de darle dinero al padre. Salgo y me encuentro con la señora cocinera, resuelto y distraído (Y queriendo cobrar protagonismo en la festividad) le pregunto si había visto a la novia salir. Me responde que no, pero que la vio correr en el patio lateral. Para mí, de nuevo, fue suficiente. Ingreso a una habitación tras cruzar un pequeño jardín de magnolias y fresas, y encuentro en una vieja mesa de roble un triple a medio comer, un aroma extrañamente familiar, una carcajada otoñal desde el pórtico y una pequeña botellita de colirio.

Sonaban las campanadas que marcarían el inicio del matrimonio; mientras, yo me embutía el resto del sánguche y descansaba en el recinto. Transcurrió un minuto feliz hasta que se detuvieron las campanas de golpe; yo, cagándome de risa, recaía en que ahora me andarían buscando.

Le Moment – Mémoire III: Clocharde



Desde la navidad maldita en que perdió todo, se ahogó en el mar de sus culpas. Sus dolencias la perseguían al ritmo de sus pulgas y el morral caqui que llevaba a la altura de la cadera parecía ansiar competir palmo a palmo con la hemeroteca nacional. Las ojotas destartaladas aseguraban la huella del desprecio que inspiraba en sus detractores y, más enlodadas que nunca, se adhirieron a una página de un diario perdido. Se percató del suceso y lo recogió con la algarabía que suponía su nuevo hallazgo, una pizca menos de frío, un nuevo hogar para sus bichos, una suerte de calefacción en un invierno otoñal que contrasta la primavera brillante de la que se jactaba la élite desdeñosa que gobernaba la ciudad.

Empezó por leer el diario ignorando la mancha de sangre que adornaba la contraportada y centrándose en el curioso titular: “Todo continúa normal”. Parecía un chiste, hasta ella y el resto de indigentes sabía del conflicto congresal, sabían del inminente autoritarismo y su preocupante proximidad. “La prensa” ya no era la prensa y su contenido era más jocoso que jovial, más burlón que revolucionario, y era burlón porque decir semejante tontería no es sino una mofa hacia pueblo consternado. No hizo más que reírse y guardar el periódico en su bolso.

Un policía la abordó al poco rato exigiéndole la devolución del medio impreso por haber visto una mancha roja sospechosa. La joven le ofreció su mochila y el efectivo pudo observar decenas de ejemplares, viejos y no tan viejos, y la gran mayoría con un pequeño hematoma decorativo en alguna parte. El hombre sólo alcanzó a rendirse y disculparse con la agraviada, decidiendo que, entre tanta mugre, la gaceta terminaría perdida.

Pasaron las horas y, tras una cena improvisada con un gato pequeño que habría adoptado, la mujer se dirigió sin prisas hacia la sombra de su puente nocturno. Llegó a las dos horas pasada la medianoche; caminando y conversando y jugando y saltando con el dulce minino, entabló una pequeña esperanza contra la crisis, despejó su mente y retiró sus miserias, elevó la cabeza y firme, buscó la hierba más mullida y dócil para dormir. Marcó su territorio y, marcador en mano, se dispuso a encontrar el orquestal periódico de ayer. Tras unos relativamente rápidos treinta y cinco minutos de búsqueda lo halló doblado entre uno de hace seis días y otro de cuatro meses y medio; sin notar el pequeño salpicón de líquido vital, armada ya la frazada de pliegos y tabloides, tachó el titular e imprimió un mensaje peculiar encima: “Todo va a estar bien” se alcanzaba a leer, encabezando la imagen del político, siempre sonriente, saludando gracioso en la puerta trasera del congreso al grupo de señores bien vestidos que lo esperaba, y despidiéndose valiente del sedán azul que acababa de estrenar.

Le Moment – Mémoire II: Le Cambriolage



El plan fue perfecto. No había ningún detalle que se les hubiera podido escapar; llevaban alrededor de dos meses pensándolo, maquinando la despedida, la llegada, el azar, el escape y el escaparate ingenuo que había que surcar, el cerco endeble, las miradas sórdidas y apaciguadas, el vigilante insomne y taciturno; la cobertura, en general, fue impecable; y los ejecutores, duchos en la sucia labor que ejercían, lucían ansiosos por concretarla: el botín era lujoso y la experiencia, inolvidable.

Abordaron pues, los cinco ladrones, la minivan negra que los esperaba afuera de su acostumbrado rendezvous y partieron de inmediato. Cantando algún éxito de Sabina, y jugando al intelectual y su comedia, describieron astutamente los detalles del pronto asalto: Tigre y Mozart espiarían durante media hora la parte trasera del hogar, surcarían el pasto tras una breve maniobra y entrarían por un pequeño agujero que encontrarían en una ventana oculta; Dandy tocaría el timbre obedeciendo a la visita semanal que hizo durante mes y medio para despistar al vigilante flojo; Pequeño Dub se ocuparía de la distracción y sería la “campana” en caso sucediera algo fuera de lo normal; por último, Winnie esperaría con la minivan a dos cuadras del lugar hasta que le den la señal para abrir sus puertas y concretar el robo.

La minivan dejó a la pareja a la espalda de la casa y a Dandy en la cuadra siguiente. Dub se había bajado hace un rato y, con su maletín travieso, desataría la euforia de grandes y chicos montando un escenario digno del mejor circo en la plazuela más cercana. Como era de esperarse, la voz corrió rápido y los transeúntes se apresuraron para coger un buen sitio, lo suficientemente cerca para ver cómodamente, pero algo lejos para escapar a la limosna inevitable tras el grand finale.

Dandy se apresuró y llamó a la puerta antes de tiempo; no le dio el tiempo necesario a Tigre para inspeccionar el lugar, ni a Mozart para componer la sinfonía del hurto que descendería en un timbre silencioso. Sonó, retumbó y asustó a los inocentes ladrones, expertos traicionados por el nerviosismo que suponía la importancia del caso. Tigre permitió su ingreso, previa puteada implícita en la mirada, y fue entonces cuando la tragedia asomaría su burlona sonrisa por primera vez.

El joven y novicio Dandy empezó su labor de delincuente hace apenas siete semanas, era recién un principiante, un cachorro que debutaría a lo grande; sin embargo, su falta de profesionalismo le jugaría una mala pasada. “Rubio”, como se creía, y lampiño, se perfilaba como el Ricky Ricón del Fuerte. Usando charol de calzado y portando siempre su vistosa corbata roja, se aventuró en el mundo que suponía el iniciar “le cambriolage” en aquella mansión. Se dirigió al comedor por inercia y fue sorprendido por una curiosa nota en letras rojas que se erigía en medio del salón pacífico. Grande y pequeña como ninguna, el papelucho rezaba:

                Queridos ladrones.
                               Si van a utilizar el baño, por favor jalen la palanca.
                               Gracias.

Le Moment – Mémoire I: Paranoïa



“¡La tierra es jodidamente plana!” Se le oyó decir al loco; transeúnte quimérico que se hallaba en plena avenida desviando autos por doquier y llevando un cartel amarillento colgado en el cuello, sesgado por los bordes y astutamente descuidado, que resaltaba un temeroso “2012” con grandes letras rojas. El orate vestía un terno azul noche y zapatos de charol negros, guantes de cirujano por si las dudas y un pañuelo celeste tornasolado que le cubría la sedosa melena; su cabello castaño, envejecido y opaco por el irritante sol de mediodía, le llegaba hasta la cintura, y una pequeña barba de una semana pretendía ocultar los cortes en la quijada; tenía pómulos retraídos por un aspecto cabizbajo que, de una forma extraña, inspiraba respeto;  unos ojos lluviosos fijos a cada tramo del asfalto circundante y una voz melosamente ronca que acariciaba raspando las bocinas de los vehículos temblorosos.

El cadáver, porque dicho hombre iría a morir pronto, clavó su mirada en un auto azul que combinaba perfectamente con su atuendo y se adelantó a grandes zancadas, desafiando los frenos agonizantes y los chirridos estridentes de las viejas maquinarias andantes, empujó a los policías curiosos que, minutos antes lo observaban al lado de algunas patrullas estacionadas, empezó a correr y, súbitamente, el tráfico se veía aliviado y la eclosión vehicular dibujaba una especie de anillo entre el demente confeso y el conductor decidido. Segundos antes de morir, el sujeto cambió su discurso: “¿Por qué la aplastaste?” gritó, desgarrando los últimos resquicios de sus cuerdas vocales, sangrando sutilmente, desenfundando un revólver oculto en su saco, aventando el cartel destartalado, improvisando un brinco de piedra, blanqueando los ojos, arrodillándose frente al auto y falleciendo en el acto.

El sedán azulino se detuvo a su lado; dos muchachos de apariencia senil, embutidos en batas grises y portando botas y guantes de goma amarillos, recogieron al chiflado del suelo para depositarlo en la maletera del coche. Se largaron al instante y la policía comenzó con su ardua labor. Los efectivos despejaron las pistas, despacharon a los curiosos y respondieron a sus preguntas tan inocente como torpemente, repartieron flashes de comunicados oficiales al que lo requiera y enviaron a una patrulla a perseguir al conductor en fuga. Todo sucedió en la tranquilidad de un día normal y así acabó, sin mayor interés. Algunos pocos se preguntaron por qué los celulares se quedaron súbitamente sin señal y fueron prácticamente inutilizables durante una hora; los operadores los resarcieron con nuevos equipos o crédito y ahí terminó.

Un día después todo continuaba nublado, un chico se aproximaba a los choferes y transeúntes cuando el semáforo indicaba el rojo respectivo para venderles periódicos y titulares, los árboles sonreían hipócritamente al paso del tiempo y la patrulla persecutora reposaba en una esquina aguardando a un incauto para chantarle una papeleta piadosa. Un diario se dejó ver cayendo en la pista ante el descuido del muchacho, el titular era tan inusual como siempre… “Todo continúa normal”.

Anti-catarsis


Aquí otro soneto, sería interesante una reflexión, pero me resulta aburrido; prefiero dejárselo a ustedes.


Hoy me siento más poeta que nunca;
Hoy, que no puedo escribir poesía.
La vacía prosa que, estancada,
No maquina una triste melodía.

Ayer reía en la alameda trunca,
Nadando en copas de melancolía.
Desistía, la parsimonia helada,
A soltar las lágrimas de mi hombría.

Mas construía, la máquina fútil,
Escupiendo aceite hacia mi renuencia
Y confundiendo la dura labor

De no toparme con el estupor.
Porque un inane sentir o su ausencia
Generan demencia o un verso inútil.

Agosto

La paradoja incesante del mes de agosto me obliga a retomar la poesía, después de meses les traigo un soneto.

Despegó en mi pecho la algarabía
El incansable furor de soprano
Un par de sustos, un retraso vano
Y cantó el oasis de mi elegía.

Aquel matiz de sueños y alegría
Propiedad implacable de mi hermano
Obligóme a saberlo de antemano:
Corazón, vislumbraba la amnistía;

Se encontraron de nuevos los extraños
Y recordaron su toreo fuerte.
Pero en la vida no se disfruta un baño

Aunando los despechos de la suerte
Sin que la parca anuncie el desengaño
Y destierre a una persona hacia la muerte.

Desdicha A Picotazos


Un hombre pobre, pobre por las circunstancias que la vida le debía, deambulaba por la playa todos los días. Velaba las noches en las frías bancas de un parque aledaño. Sí, es un ambiente frío y costeño, el sol sonríe de vez en cuando, las aves vuelan y destellan lágrimas al ocaso en cada avenida.

El hombre aprendió a sufrir desde su infancia, desde que, jugando con aquel trompo, trazó la línea que dividiría su personalidad; nuestro personaje desenvainó fuertemente su juguete y lo introdujo en una rotación fantástica, voló alto, sobrevoló los sueños de la niñez clásica, giró y giró y viró perpendicularmente hacia el auto del vecino, describió una magistral curva, la parábola del demonio, rayó el capot por la mitad, el trompo cayó y se deslizó suavemente por la pista, un autobús lo arrolló, y por el impacto salió despedido atravesando la luna del auto. El niño corrió hasta tropezarse con un arbusto dos cuadras más allá; una piedra cuneiforme se encargó de marcarlo de por vida, una lapicera frustró su educación, una botella lo consolaría años después.

Recordaba pasajes como ésos todos los días, observando los puntos en su brazo izquierdo, y la vida se le escapaba cada vez que caía en su vicio cerebral. Buscando el cómo rehabilitarse de un mal que nunca buscó, de un devenir injustificado, de una demanda quimérica y una excusa de la mala suerte, encontró una vela prendida al lado de un árbol, se limitó a apagarla, esperando vengarse de algún dios insomne, despojando de la luz inocente a un ser inocente que alumbraba a un árbol inocente que albergaba inocentes insectos que hallaban su seguridad en la inocencia del candor ajeno. Esperó y esperó día y noche, vigilando la vela oscura sólo para que alguien tropiece, que el árbol decaiga, un fruto marchito.

Esperó hasta que una paloma, defecando a su lado, decidió hacerle compañía, se posó en su hombro y le picoteó el cuello, provocándole inmediatamente una herida leve. Parándose enajenado y amargo con el ave intentó espantarla saltando eufóricamente, después de otro picotazo, el ave se fue. Frustrado, el hombre corrió hacia la avenida situada al lado del parque en donde se hallaba, y tropezó con la vela inerte que, por el paso del tiempo, se había llenado de musgo y astillas, maquillando la débil planta de su pie derecho. Corrió sufriendo, pellizcando el mínimo nervio a cada paso, hasta golpear a un anciano fornido cuya reacción fue propiciarle un severo puñetazo en el rostro que lo desvió hacia la pista, desplomándose en el asfalto.

“Papá”, alcanzó a decir, un segundo antes de que un autobús lo arrollara, aún llevando la marca del trompo en su llanta delantera; nuestro protagonista, maquinando un gesto obsceno con la siniestra, aún mostrando el estigma de su vida, la cicatriz en el brazo.

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Este cuento lo escribí hace algunas semanas, en la madrugada del 22 de julio del año 2012, fruto de la curiosidad etílica que el letargo halló como antídoto al devenir de una falsa soledad.

El Tango de la Blackjack


En Las Peñas del Risco, una mujer taciturna consumía su piqueo con la decencia que ameritaba el lugar en el que se sentaba. Pisco sour y una jarra de chicha de jora adornaban el exigente paladar de dicha dama, que exigía demasiado al oscuro recinto. Dos asientos vacíos dejaban sentir su presencia en la mesa número ocho, y la trece, en jaque por su ubicación embarazosa, culpaba a su vecina por la poca intimidad infundida; la uno, siempre vacía, lista para asaltar al turista incauto que se aventure a soportar el frío y la lluvia de la invernal ciudad costeña, el raudo ventilar de la comida y el cruel deshielo de los licores; la última, la Blackjack, en un apartado e iluminado y exclusivo y elegante sector del bar, contrasta con el resto del local. Precedida por cortinas púrpuras y tul negro, ubicada en una semi-rotonda distante con techo en forma de copa y con una araña lujosa alumbrando la mesa central; sillones de cuero y tulipanes morados en el respaldar, ordenados en forma de zigzag, apuntaban a la enorme ventana, fungiendo de observador hacia el océano Pacífico.

Una noche lluviosa y una marea furiosa era el espectáculo que divisaba Julieta desde la Blackjack, comiendo y bebiendo mientras esperaba a su invitado, oyendo un tango en el centro del bar. “Pero el viajero que huye,  tarde o temprano detiene su andar”, cantaba Gardel al ritmo del beso apasionado de una pareja danzante. Entre sillas burlonas y copas secas se movía la escasa gente nocturna que, por alguna razón extraña, había ido a parar a Las Peñas del Risco; un aura humeante se dejaba respirar en el bohemio salón, y en la pureza de la Blackjack, el calor del clima hostil. Tres parejas jóvenes en la pista de baile, desacostumbradas al ritmo forense, admiraban el tango como una oportunidad excéntrica, dejándose llevar por sus vagos impulsos, casi rompiendo con la fineza de la música y consultando el reloj de rato en rato para ver si se cumplían sus objetivos. Algunas más sentadas, bebiendo, riendo, llorando; otros entes solitarios entretenidos en su distintivo pesar y entreteniendo a la divertida Julieta, que esperaría paciente por una hora más.

-          Hola ¿Está ocupado?
-          No, dale, siéntate.
-          Gracias ¿Cómo te llamas?
-          Julieta Ramos, ¿Y tú?
-          ¡Asu, con apellido y todo! ¿Yo? Romeo, pues.
-          No me jodas, ¿En serio?
-          ¡Jajaja! No, me llamo…
-          ¿¡Señor!, puede retirarse, por favor? – Sentenció el maestro.
-          Perdóneme – Exclamó preocupado y, antes de retirarse, se dirigió a Julieta – Oye, el jueves en el Risco a las nueve. Aquí la dirección; nos vemos.

Recordó aquel pasaje al pasar un barquito de madera en el océano, y resolvía que todo sería una farsa. “La música nunca deja de sonar, no le importa si estás sola” pensó, mientras cogía su cartera decidiendo dejar el lugar. Un ruido ensordecedor interrumpió el tango por un momento, “Truenos en Lima” se oyó por ahí, la noche seguía. Julieta se levantó, abandonando la nostalgia de la Blackjack y su oculta costumbre de dejar siempre un asiento vacío, mesa para dos. Casi en la puerta, a la orilla de la intemperie, le dio un último vistazo al bar, la Blackjack estaba limpia de nuevo, un tulipán terminó en la pista de baile, aún quedaba una pareja entretenida por la melodía, mesa ocho desierta, y en alguna otra, jarra vacía, aroma de pisco sour, sopor vencido, la mujer taciturna de pronto reía acompañada, antes de ingresar al sueño del tango. Julieta se retiró acompañada por un trueno anticipando a Gardel: “Caminito amigo, yo también me voy”.

Entre Muerte y Marea – Parte III


“Cómo me gustaría ver sus bellos ojos de nuevo” Pensaba mientras acariciaba suavemente el cristal tupido. El traje de cedro que vestía aquel día fue talado prematuramente y; sin embargo, estaba ahí. Su tranquilo rostro expresaba ternura, una ligera sonrisa adornaba su tez y quería expandirse, debía hacerlo, pero había muerto. Su velorio estaba lleno de gente desconocida, de llantos ajenos, de falsos recuerdos y un poco de hipocresía, todo parecía una competencia: la vela más alta, el arreglo más grande, el vestido más elegante; asumí que el mío tenía que ser peor. Su rostro empezaba a desdibujarse, producto de mis lágrimas en el cristal, pero no podía desviar la mirada. Sentí un frío inmenso, alguien me tomó la mano exclamando con una voz dulcemente familiar: “Todo va a estar bien”. Agradecí y me retiré junto a mi nueva compañera; ese sería el momento que despreciaría por mucho tiempo… nunca pude despedirme de ella.

Así fue como conocí a La Muerte y, después de dos años, el recuerdo me seguía persiguiendo. Solíamos recordar ese instante con delicadeza, luego se transformó en nostalgia, asunción y catarsis. Fue un proceso largo, pero valió la incondicionalidad de La Muerte para conmigo. Nos volvimos indisolubles, no por establecer una gran amistad, sino por miedo, ya que yo alguna vez estuve demasiado vivo y ella demasiado muerta. Preferíamos tenernos cerca, éramos la enciclopedia de nuestro destino y nos servimos graciosamente cuidando nuestros intereses. Al final, floreció una suerte de relación amical que nos haría pasarla bien cada vez que me acercaba a ella, y me hacía disfrutar aun más los momentos en que se alejaba.

Almorcé mi pizza calentada, cogí mis instrumentos, bebí un chilcano y me largué a ensayar. Durante el camino presencié sucesos extraños: un niño ayudando a una anciana a cruzar la pista, un hombre gritándole por detener el tránsito, un policía poniéndole multa porque “La calle está dura”, y el niño llevándose astutamente el bolso de la anciana mientras ésta lo reprendía por no haberse peinado adecuadamente; también vi un perro ladrándole a un árbol, y otro niño jugando con un semáforo. Tal vez no debiera sorprenderme, pero me resulta divertido hallar gente tan fuera de sí, tan ególatra.

-          ¿Qué tal?
-          Me gustó.
-          ¿Sólo eso?
-          Les salió muy bien ¿Qué más quieres que te diga? – replicó riéndose, La Muerte – Dentro de unas horas tocarás, ¿No estás nervioso?
-          Sabes que no.
-          Pero ésta es importante…
-          Todas lo son.
-          ¿Quisieras que ella fuera, no?
-          En primera fila y con pase a camerinos, jajaja.
-          Jajajaja… ¿Tendrán camerinos?
-         
-          ¡Jajaja!

El concierto resultó mejor de lo esperado, nuevas oportunidades, un par de firmas, un par de groupies, y risas y tragos y humo y un alborotado bar lleno de los caracteres más extravagantes que pudiera encontrar en la bohemia limeña: Barranco. Al rato me despedí de mis amigos llevándome algunos instrumentos y dejando a mi ocasional “acompañante” con ellos. Llegué a mi casa agotado y dormí profundamente, placer que no disfrutaba hacía semanas. Lo único que me mantuvo meditabundo durante aquel día fue el extraño sueño de la noche pasada.

-          ¿Qué haces?
-          Lo siento…
-          ¡Lárgate!

Así me despedí de La Muerte, después de que intentara asesinarme en la mañana, no sé qué pasó, me dijo que vio algo y luego quiso matarme. Triste, seguro, pero solo, termino la botella de whisky de mi velador, cojo mi guitarra y me dirijo a Miraflores. Corro, disparejo, tonto, y corro; quiero hallar ese parque, necesito sentirme vivo de nuevo, necesito desollar ese recuerdo. Bajo atolondrado las escaleras y me detengo al borde del precipicio a observar el océano. “Devuélvemelo todo, por favor, termina de morir” le suplico; sin respuesta, giro y me encuentro a la ciudad, desenfundo mi instrumento y, suspirando, busco un lugar donde sentarme.

“…Y me envenenan los besos que voy dando…” Habían pasado ya algunas canciones, “…Y sin embargo cuando duermo sin ti…” Algunos transeúntes miraban, “…contigo sueño, y con todas si duermes a mi lado…” Depositando sus monedas en el suelo, sintiéndome más vagabundo que nunca, “…Y si te vas, me voy por los tejados…” Más pobre que nunca, y alguien se detiene a verme. “…Como un gato sin dueño, perdido…” Llueve en la sombra de mis ojos, pero me reconforta de alguna manera extraña, “…En el pañuelo de amargura…” Gracias, pienso sin levantar la vista, “Que empaña sin mancharla, tu hermosura…”

“Gracias” me dice mi admiradora, arrodillándose y levantándome la vista, y ahí está de nuevo, sonriente, radiante y llorosa. Yo, absorto por la magia de los sueños, e hilarante, por no recordar su nombre sólo alcanzo a murmurarle al oído: “Sabía que te volvería a ver; aquí, entre muerte y marea”.

Entre Muerte y Marea – Parte II


Revisé mis bolsillos para cerciorarme de que no me olvidaba nada, encontré la bolita de ónice que había recogido del consultorio la noche pasada y pensé en los usos que podría haberle dado esa misma noche. Me senté en el mueble más cercano y miré por la ventana, un parque inmenso se divisaba desde el apartamento, varios niños jugando, perros que pasean a sus amos y parejas melosas en los rincones que abriga la sombra otorgada por el insomne sol de mediodía. “Curioso distrito” pensé, “Parece que todos quisieran ser observados”. Entré a la cocina, distraído por el canto de la ducha desde el baño, y busqué algo que desayunar; naturalmente, no había nada, después de todo, qué joven-adolescente se preocupa por llenar su refrigeradora de alimentos, y tampoco había alcohol, lo cual me sorprendió. Quería largarme, extrañaba mi cama, extrañaba dormir, pero mis buenos modales me impedían abandonar el recinto; así que esperé pacientemente jugando fútbol con la bolita en la mesa de vidrio.

Fuimos a tomar desayuno a un restaurante aledaño; la comida, interesante; la charla, sorpresiva. Me sorprendió su ligereza, las risas, las miradas y las diversas historias que suelen contarse en un desayuno fortuito a las dos de la tarde. Nos quedamos por una hora y el diálogo se mostraba renuente a abandonar nuestros labios; sin embargo, teníamos que regresar. Llegamos al edificio, tomados inocentemente de la mano, tal vez consecuencia de mi romanticismo, tal vez pura química o un simple reflejo; subimos por el ascensor y me despedí de ella en el umbral de su puerta. Le di un tierno beso y me despedí mirándola a los ojos; encontré en el momento cierta comicidad, esos ojos me pedían mucho más, más de lo que debía o podía o quería dar. Me despedí nuevamente y me retiré sin mirar atrás, sabía que no le había pedido algún dato y mi debilidad para recordar nombres me jugaría una mala pasada; no obstante, lo ignoré, después de todo, tenía la seguridad de que nos encontraríamos nuevamente.

-          ¡Hasta luego, señor! – se despidió amablemente el portero.
-          ¡Hasta pronto!

Recogí a mi compañera, La Muerte, del vestíbulo y salimos a caminar por las calles de San Isidro, acompañados por la melodía de las anécdotas de la noche anterior. La ingrata satisfacción que me produjo aquel suceso nos acercó más, y sentir cerca a la muerte es siempre un indicio de que las cosas andan bien.

-          Es parte del riesgo – Me dijo – Las cosas pueden no salir bien, es más… ni siquiera estás bien, mírate, sigues demacrado, absorto, idiota. Sé que su muerte te afectó, pero aquí me tienes; ¿Por eso nos acercamos, no? ¿Por eso fuiste al médico, no? Aún tienes muchos conflictos sin resolver, y no lo digo sólo por su deceso, sino por tu vida misma. Parece que te esforzaras en tenerme cerca, me ahorras trabajo.
-          Jajajajaja… Tómalo como un favor. Diría que no me gusta tener a mis enemigos lejos, pero ni siquiera sé si lo seas; en fin, me has dado un par de ideas.
-          ¡Jajaja! Tus ideas me asustan, oye. ¿Qué harás?

“Ya lo verás” dije mientras alzaba el brazo para detener el autobús.

Regresamos al malecón de Miraflores y me dirigí sin prisa hacia el risco de la madrugada anterior. El mar se fundía con los diversos matices del sol vespertino que lo coronaba, lucía realmente hermoso y yo quería ser parte de él. Arranqué una flor del suelo y la dejé ser partícipe de la corriente de viento que circulaba el parque; se alejó, lenta y velozmente, tan pacífica que sólo me limité a observarla. Se nos pasó una media hora en silencio y el ocaso se colaba en el escenario transitorio.

-          Me gustaría ser como aquella flor, poder volar y aterrizar gentilmente en el océano… lo curioso es que no sé nadar.
-          Te veías tan vivo aquel día.
-          Jamás pensé que moriría… ¡Adiós! – Le grité al mar.

No puedo dormir, me encuentro solo después de mucho tiempo y no puedo dormir, estoy agotado, pero no concilio el sueño. Aquella visita me sacudió el cerebro y ahora veo las tranquilas calles de Pueblo Libre desde el indócil madero mal llamado alféizar de mi ventana. Tirado en mi cama, ahora, y pensando en absolutamente nada, tanteo con la mano izquierda esperando hallar una botella de agua, me tropiezo con una de whisky, lo que me obligaría a tantear con la derecha buscando un poco de hielo. Bebo un par de copas sin él, y la tercera me hizo recordar a Ignacio, ciertamente no quería terminar como él y, ciertamente, decidí seguir su consejo.

A la quinta copa resuelvo arroparme y dormir, esperando que suceda algo, esperando despertarme pronto. Sonó el timbre, como lo esperaba, y ansioso, fui lentamente a abrir la puerta. Sabía que la visita sería interesante, nadie toca tu puerta a medianoche sin una buena historia que contar o una buena botella que destapar.

Llegó una pizza, quería joder a alguien, jugar una broma colegial y tratar de tener algo que contarle a la almohada, por lo que firmo a nombre de un tal Manuel Patiño, entrego una jugosa propina y despido al dependiente con una cómplice sonrisa en el rostro.

Pizza en el refrigerador y yo al borde de mi cama, tras la sexta copa, descubro mi misión nocturna. Reloj marcando la una menos trece de la mañana y yo sé que tengo que soñar. En sueños soy de alguna forma libre, extraño eso… Tal vez mi estresante mundo onírico me regale alguna epifanía, tal vez, y sólo tal vez, la encuentre nuevamente por ahí.

Entre Muerte y Marea – Parte I


“¿Qué tan lento se puede quemar este cerillo de madera?” Me preguntaba luego de encender el tercer cigarrillo de la noche, cansado de esperar la visita, de visitar la sala de espera. Me concentré en el cerillo y el cenicero de mármol, y un par de pequeñas muestras de ónice en la mesita de al lado.  El cerillo se consumía lentamente, como desafiando mi vista, sentí náusea al verlo y pensé que la batalla estaría perdida; Ignacio se retorció en el cenicero y terminó su agonía; sí, le puse nombre al cerillo, su naturaleza ígnea merecía ser nombrada y he ahí el resultado.

Cogí una esfera de ónice pensando que Ignacio no se daría cuenta y la guardé en mi bolsillo.

-          ¡Señor, su turno! – Gritó Ignacio – Me alegra que haya venido.
-          ¡Oh, gracias! Ahí voy, déjeme terminar el pucho.
-          Jajaja… está bien, pero no se demore eh.

Sí, el médico se llamaba Ignacio. Y yo no sabía hasta qué punto debería estar ahí; después de todo me encontraba en perfecto estado, pero me sedujo el viejo consejo de: Debemos acudir al doctor una vez al año. No, no fui por ello, fui a pagar una vieja visita con mi subconsciente, de una forma u otra su muerte me afectó y decidí hacer caso al único consejo que me supo dar, aunque sea inútil. Y por eso sentía que era Ignacio quien me visitaba y no yo a él, porque realmente no debía estar ahí. Exhalé un par de aros humeantes desde mi boca y apagué el cigarrillo en el cenicero, dejándolo reposar al lado de Ignacio.

Entré al laberinto de su consultorio, realizando que sin la camilla parecería una oficina poco convencional, y me recosté antes de que me diera la orden, procedió a auscultarme. Respondía monosilábicamente a cada una de las preguntas sociales, me dejé llevar por su conversación, le enseñé connotativamente el significado del monólogo, y terminó la cita.

-          Felicidades, pasó el chequeo; sin embargo, debería dejar el alcohol y el tabaco, le pasarán factura en algunos años. ¿Ingiere alguna otra sustancia aparte de las ya mencionadas?
-          No…
-          Muy bien, señor. Puede regresar tranquilo a casa; buen viaje.

Para cuando lo dijo ya me quería largar, “Adiós Ignacio” respondí fríamente, y salí del consultorio recogiendo a Ignacio y pensando en cómo carajos me habían dejado fumar en aquella sala de espera. El mundo enloquece más y los médicos particulares se diagnostican el dinero. Salí del edificio y me di cuenta lo tarde que era. Me despedí de Ignacio en un basurero y caminé de frente, hacia el mar.

En Miraflores, jueves por la noche, frente al mar; el malecón se volvía mi confidente y sus memorias me susurraban al oído que todo esto debía pasar, me sentía tan cerca, casi acariciando el destino único, la fatalidad de la brisa y su expediente prematuro, y hasta ahora lo sigo sintiendo, dos horas después, recostado en el grass húmedo del acantilado y pendiente a un pequeño llamado de la luna.

Son las dos y treinta de la madrugada y el astro permanece ausente; decido que éste ya no es más mi lugar, me levanto y le pido a La Muerte que me acompañe. Prefiero tenerla cerca, prefiero hacerme amigo de ella y ganarme su confianza, prefiero retomar nuestra relación tan anecdótica y riesgosa, por eso le pido que me acompañe, para recordar viejos tiempos en el centro miraflorense, donde estuvimos tan cerca por primera vez… Aquel día acababa de hacer un compromiso con la vida, y jamás me había sentido más vivo que en aquella vez, entregándome ansioso a la muerte.

Me di cuenta, después de muchas cosas, que los momentos más gratos son los más peligrosos, cuando la integridad y la felicidad peligran, destilan muerte aun más que la vida misma, amplificando tu percepción de ellas. Y todo ello tenía un origen, y me largaba del final de aquél.

Llegué al mítico parque del distrito, nombre de presidente extranjero, gente que quiere ser extranjera, gatos que se alucinan forenses, policías con herramientas inútiles (Pero importadas), artistas afrancesados, restaurantes americanizados (Léase de Estados Unidos), un hambre de globalización y un aire tan fresco como la conchudez que se respira, a pesar de todo… me resulta divertido, entretenido y hasta interesante. Sigo pensando que el Parque Kennedy sin los peruanos sería exactamente lo mismo ya que nadie difunde nuestra cultura. En fin, me dirijo hacia Barranco, me alejo de las peripecias del lugar y tomo una ruta poco ortodoxa.

Un bar a medio camino me saluda tentadoramente; tengo sed, estoy cansado, no quiero ir a casa, motivos suficientes para entrar, “Un Chivas en las rocas, por favor” pido atentamente mientras busco un lugar lo suficientemente incómodo como para mí. Recojo mi trago, me siento en la silla y se me agotan los pensamientos. Pasó una media hora y unos pocos vasos más, hasta que una mujer se sienta a mi lado y empieza a hablar, “Debe ser una de esas putas que te engatusan en los bares” pensé, pero no, era una chica extraña que aparentaba ser común y corriente, con la peculiaridad de ostentar un aura mística que me intrigaba a saber más sobre ella.

-          ¿Quieres algo de tomar?
-          ¿Tú invitas?
-          La casa invita – respondí mientras ella reía tímida y, de alguna forma, sensualmente.

Bebidas en mano, brindamos por el bar y su amplia generosidad y, obviamente, por la ebriedad del mozo confuso.

-          Y… ¿A qué te dedicas?
-          No sé cómo lo tomes, pero soy escritora – esbozaba una sonrisa cómplice con la que entendí todo… me dirigí a la muerte: “¿Me seguirás acompañando, no? Sabes que esto es riesgoso”, “El riesgo es vida” me respondió, no te puedo acompañar.
-          Oh… ¿En serio? ¿Cómo dijiste que te llamabas?

Un par de horas después, brindando por el carboncillo de los lápices perdidos, embriagándome en la penumbra de su mirada, recitándole a la comisura de sus labios, respirando de su aliento al ritmo sosegado de mis ansias nocturnas, me levanto y abandono el bar. Perpleja, pareció comprender el idioma del tenso aroma de nuestros ojos, y resolvió seguirme. Me ataja rápidamente con un beso a la salida, recostándonos en su auto, buscando las llaves, seduciendo al silencio; al poco rato, nos dirigimos hacia su apartamento.

Naturalmente, yo manejaría y naturalmente, estaba borracho. Pensaba en no pensar, en mi inminente inseguridad, el riesgo me incita a continuar, la razón me dice lo mismo; La Muerte, me seguiría, muy lejos. Yo sé lo que sucederá, lo único que me asusta es terminar visitando a Ignacio por no tenerla cerca… Acabo de encontrar a la mujer de mis sueños y sólo pienso en dormir, en pedirle a La Muerte que dicha dama se quede en ellos.