Entre Muerte y Marea – Parte II


Revisé mis bolsillos para cerciorarme de que no me olvidaba nada, encontré la bolita de ónice que había recogido del consultorio la noche pasada y pensé en los usos que podría haberle dado esa misma noche. Me senté en el mueble más cercano y miré por la ventana, un parque inmenso se divisaba desde el apartamento, varios niños jugando, perros que pasean a sus amos y parejas melosas en los rincones que abriga la sombra otorgada por el insomne sol de mediodía. “Curioso distrito” pensé, “Parece que todos quisieran ser observados”. Entré a la cocina, distraído por el canto de la ducha desde el baño, y busqué algo que desayunar; naturalmente, no había nada, después de todo, qué joven-adolescente se preocupa por llenar su refrigeradora de alimentos, y tampoco había alcohol, lo cual me sorprendió. Quería largarme, extrañaba mi cama, extrañaba dormir, pero mis buenos modales me impedían abandonar el recinto; así que esperé pacientemente jugando fútbol con la bolita en la mesa de vidrio.

Fuimos a tomar desayuno a un restaurante aledaño; la comida, interesante; la charla, sorpresiva. Me sorprendió su ligereza, las risas, las miradas y las diversas historias que suelen contarse en un desayuno fortuito a las dos de la tarde. Nos quedamos por una hora y el diálogo se mostraba renuente a abandonar nuestros labios; sin embargo, teníamos que regresar. Llegamos al edificio, tomados inocentemente de la mano, tal vez consecuencia de mi romanticismo, tal vez pura química o un simple reflejo; subimos por el ascensor y me despedí de ella en el umbral de su puerta. Le di un tierno beso y me despedí mirándola a los ojos; encontré en el momento cierta comicidad, esos ojos me pedían mucho más, más de lo que debía o podía o quería dar. Me despedí nuevamente y me retiré sin mirar atrás, sabía que no le había pedido algún dato y mi debilidad para recordar nombres me jugaría una mala pasada; no obstante, lo ignoré, después de todo, tenía la seguridad de que nos encontraríamos nuevamente.

-          ¡Hasta luego, señor! – se despidió amablemente el portero.
-          ¡Hasta pronto!

Recogí a mi compañera, La Muerte, del vestíbulo y salimos a caminar por las calles de San Isidro, acompañados por la melodía de las anécdotas de la noche anterior. La ingrata satisfacción que me produjo aquel suceso nos acercó más, y sentir cerca a la muerte es siempre un indicio de que las cosas andan bien.

-          Es parte del riesgo – Me dijo – Las cosas pueden no salir bien, es más… ni siquiera estás bien, mírate, sigues demacrado, absorto, idiota. Sé que su muerte te afectó, pero aquí me tienes; ¿Por eso nos acercamos, no? ¿Por eso fuiste al médico, no? Aún tienes muchos conflictos sin resolver, y no lo digo sólo por su deceso, sino por tu vida misma. Parece que te esforzaras en tenerme cerca, me ahorras trabajo.
-          Jajajajaja… Tómalo como un favor. Diría que no me gusta tener a mis enemigos lejos, pero ni siquiera sé si lo seas; en fin, me has dado un par de ideas.
-          ¡Jajaja! Tus ideas me asustan, oye. ¿Qué harás?

“Ya lo verás” dije mientras alzaba el brazo para detener el autobús.

Regresamos al malecón de Miraflores y me dirigí sin prisa hacia el risco de la madrugada anterior. El mar se fundía con los diversos matices del sol vespertino que lo coronaba, lucía realmente hermoso y yo quería ser parte de él. Arranqué una flor del suelo y la dejé ser partícipe de la corriente de viento que circulaba el parque; se alejó, lenta y velozmente, tan pacífica que sólo me limité a observarla. Se nos pasó una media hora en silencio y el ocaso se colaba en el escenario transitorio.

-          Me gustaría ser como aquella flor, poder volar y aterrizar gentilmente en el océano… lo curioso es que no sé nadar.
-          Te veías tan vivo aquel día.
-          Jamás pensé que moriría… ¡Adiós! – Le grité al mar.

No puedo dormir, me encuentro solo después de mucho tiempo y no puedo dormir, estoy agotado, pero no concilio el sueño. Aquella visita me sacudió el cerebro y ahora veo las tranquilas calles de Pueblo Libre desde el indócil madero mal llamado alféizar de mi ventana. Tirado en mi cama, ahora, y pensando en absolutamente nada, tanteo con la mano izquierda esperando hallar una botella de agua, me tropiezo con una de whisky, lo que me obligaría a tantear con la derecha buscando un poco de hielo. Bebo un par de copas sin él, y la tercera me hizo recordar a Ignacio, ciertamente no quería terminar como él y, ciertamente, decidí seguir su consejo.

A la quinta copa resuelvo arroparme y dormir, esperando que suceda algo, esperando despertarme pronto. Sonó el timbre, como lo esperaba, y ansioso, fui lentamente a abrir la puerta. Sabía que la visita sería interesante, nadie toca tu puerta a medianoche sin una buena historia que contar o una buena botella que destapar.

Llegó una pizza, quería joder a alguien, jugar una broma colegial y tratar de tener algo que contarle a la almohada, por lo que firmo a nombre de un tal Manuel Patiño, entrego una jugosa propina y despido al dependiente con una cómplice sonrisa en el rostro.

Pizza en el refrigerador y yo al borde de mi cama, tras la sexta copa, descubro mi misión nocturna. Reloj marcando la una menos trece de la mañana y yo sé que tengo que soñar. En sueños soy de alguna forma libre, extraño eso… Tal vez mi estresante mundo onírico me regale alguna epifanía, tal vez, y sólo tal vez, la encuentre nuevamente por ahí.

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