Revisé mis bolsillos para cerciorarme de que
no me olvidaba nada, encontré la bolita de ónice que había recogido del
consultorio la noche pasada y pensé en los usos que podría haberle dado esa
misma noche. Me senté en el mueble más cercano y miré por la ventana, un parque
inmenso se divisaba desde el apartamento, varios niños jugando, perros que
pasean a sus amos y parejas melosas en los rincones que abriga la sombra
otorgada por el insomne sol de mediodía. “Curioso distrito” pensé, “Parece que
todos quisieran ser observados”. Entré a la cocina, distraído por el canto de
la ducha desde el baño, y busqué algo que desayunar; naturalmente, no había
nada, después de todo, qué joven-adolescente se preocupa por llenar su refrigeradora
de alimentos, y tampoco había alcohol, lo cual me sorprendió. Quería largarme,
extrañaba mi cama, extrañaba dormir, pero mis buenos modales me impedían
abandonar el recinto; así que esperé pacientemente jugando fútbol con la bolita
en la mesa de vidrio.
Fuimos a tomar desayuno a un restaurante
aledaño; la comida, interesante; la charla, sorpresiva. Me sorprendió su
ligereza, las risas, las miradas y las diversas historias que suelen contarse
en un desayuno fortuito a las dos de la tarde. Nos quedamos por una hora y el
diálogo se mostraba renuente a abandonar nuestros labios; sin embargo, teníamos
que regresar. Llegamos al edificio, tomados inocentemente de la mano, tal vez
consecuencia de mi romanticismo, tal vez pura química o un simple reflejo;
subimos por el ascensor y me despedí de ella en el umbral de su puerta. Le di
un tierno beso y me despedí mirándola a los ojos; encontré en el momento cierta
comicidad, esos ojos me pedían mucho más, más de lo que debía o podía o quería
dar. Me despedí nuevamente y me retiré sin mirar atrás, sabía que no le había
pedido algún dato y mi debilidad para recordar nombres me jugaría una mala
pasada; no obstante, lo ignoré, después de todo, tenía la seguridad de que nos
encontraríamos nuevamente.
-
¡Hasta luego, señor! – se despidió amablemente el portero.
-
¡Hasta pronto!
Recogí a mi compañera, La Muerte, del
vestíbulo y salimos a caminar por las calles de San Isidro, acompañados por la
melodía de las anécdotas de la noche anterior. La ingrata satisfacción que me
produjo aquel suceso nos acercó más, y sentir cerca a la muerte es siempre un
indicio de que las cosas andan bien.
-
Es parte del riesgo – Me dijo – Las cosas pueden no salir bien, es
más… ni siquiera estás bien, mírate, sigues demacrado, absorto, idiota. Sé que
su muerte te afectó, pero aquí me tienes; ¿Por eso nos acercamos, no? ¿Por eso
fuiste al médico, no? Aún tienes muchos conflictos sin resolver, y no lo digo
sólo por su deceso, sino por tu vida misma. Parece que te esforzaras en tenerme
cerca, me ahorras trabajo.
-
Jajajajaja… Tómalo como un favor. Diría que no me gusta tener a mis
enemigos lejos, pero ni siquiera sé si lo seas; en fin, me has dado un par de
ideas.
-
¡Jajaja! Tus ideas me asustan, oye. ¿Qué harás?
“Ya lo verás” dije mientras alzaba el brazo
para detener el autobús.
Regresamos al malecón de Miraflores y me
dirigí sin prisa hacia el risco de la madrugada anterior. El mar se fundía con
los diversos matices del sol vespertino que lo coronaba, lucía realmente
hermoso y yo quería ser parte de él. Arranqué una flor del suelo y la dejé ser
partícipe de la corriente de viento que circulaba el parque; se alejó, lenta y
velozmente, tan pacífica que sólo me limité a observarla. Se nos pasó una media
hora en silencio y el ocaso se colaba en el escenario transitorio.
-
Me gustaría ser como aquella flor, poder volar y aterrizar gentilmente
en el océano… lo curioso es que no sé nadar.
-
Te veías tan vivo aquel día.
-
Jamás pensé que moriría… ¡Adiós! – Le grité al mar.
No puedo dormir, me encuentro solo después de
mucho tiempo y no puedo dormir, estoy agotado, pero no concilio el sueño.
Aquella visita me sacudió el cerebro y ahora veo las tranquilas calles de
Pueblo Libre desde el indócil madero mal llamado alféizar de mi ventana. Tirado
en mi cama, ahora, y pensando en absolutamente nada, tanteo con la mano
izquierda esperando hallar una botella de agua, me tropiezo con una de whisky,
lo que me obligaría a tantear con la derecha buscando un poco de hielo. Bebo un
par de copas sin él, y la tercera me hizo recordar a Ignacio, ciertamente no
quería terminar como él y, ciertamente, decidí seguir su consejo.
A la quinta copa resuelvo arroparme y dormir,
esperando que suceda algo, esperando despertarme pronto. Sonó el timbre, como
lo esperaba, y ansioso, fui lentamente a abrir la puerta. Sabía que la visita
sería interesante, nadie toca tu puerta a medianoche sin una buena historia que
contar o una buena botella que destapar.
Llegó una pizza, quería joder a alguien,
jugar una broma colegial y tratar de tener algo que contarle a la almohada, por
lo que firmo a nombre de un tal Manuel Patiño, entrego una jugosa propina y
despido al dependiente con una cómplice sonrisa en el rostro.
Pizza en el refrigerador y yo al borde de mi
cama, tras la sexta copa, descubro mi misión nocturna. Reloj marcando la una
menos trece de la mañana y yo sé que tengo que soñar. En sueños soy de alguna
forma libre, extraño eso… Tal vez mi estresante mundo onírico me regale alguna
epifanía, tal vez, y sólo tal vez, la encuentre nuevamente por ahí.
Entre Muerte y Marea – Parte II