La Prensa se caracterizó durante
décadas por ser un diario fiel a la verdad, de gran calidad y talentosísimos
periodistas; naturalmente, eso cambió.
Habría sido una tarde corriente
para un personaje inusual, pero la mañana capituló la rutina y destronó al café
y el humo. Un innoble redactor meditaba en el sillón reclinable fumando un puro
y observando la ciudad por la ventana. El escenario sería hermoso de no ser por
el clima hostil, la tensión malacostumbrada. Pensaba y divagaba en sus más
extraños recuerdos: desde la mofa de su madre al despedirse sin lápiz labial
rojo, hasta la cruda visión conyugal que terminaría por convencerlo de que la
vida es una infidelidad. Pues uno es infiel hasta con lo que come, nadie puede
tomar decisiones por sí mismo sin atreverse a traicionar al hígado o al
estómago o al cerebro, y todo esto mientras apuñala a sus pulmones exhalando un
pequeño aro tostado.
“Mi mujer es una perra” solía
expresar cada mañana mientras se afeitaba con la navaja de su padre. Siempre se
preguntó por qué seguía con ella después de lo que le hizo… “Uno, dos, tres…
nunca cambiará”, terminaba la plegaria matutina. Los indicios del suceso cruel
empezaban a aparecer por toda la casa, estrictamente sobre la cabeza del
muchacho; sin embargo, el exceso fue la desaparición de la cuchilla heredada.
Si había algo que odiaba más que su cónyuge era la vellosidad exuberante y, si a
eso le sumas el hurto luctuoso, el pobre hombre estallaría tarde o temprano.
“Te amo con todo mi corazón” exclamó al caer la noche, esperando la devolución
del bien preciado. La melena continuó su camino.
Huyendo de su esposa, siempre
llegó primero al trabajo, y aprovechaba la oportunidad para divagar por los
pasillos y jugar con las computadoras encendidas. Saltaba en la oficina de su
jefe y, distraído, retozaba sobre la alfombra carísima con el dibujo del
elefante persa extraviado en lugar del clásico logotipo de la empresa. Aquel
día, temprano, el primer golpe del infiel y habitual puro coincidió con la
llegada del cartero. La correspondencia iba dirigida al diario y al “Pequeño
resquicio de honestidad que aún alberguen sus oficinas”. Ingenuo como pocos, el
joven periodista abrió el sobre y se encontró con un titular que confinaría su
emergente locura en las habilidades de su lengua rasposa. El escrito rezaba:
“La Terre est plat” y una foto de un ministro saludando a unos hombres y
entrando al congreso decoraba la extensa reseña que incluía el mensaje.
Leyó como nunca se había atrevido
a hacerlo, olvidó su puro y el café cayó presa del frío matutino. Eran aún las
siete de la mañana y los folios y pliegos y reseñas del sobre gordo lo
inundaron en la irrealidad de un mundo veraz. La fugacidad de la vida lo
sorprendió de golpe, guardó la misiva en un bolsillo y escribió su carta de
renuncia. Su esposa lo escucharía: “Hoy se acaba todo”.
Fue demasiado cobarde y no le
dijo nada, sólo se limitó a reclamar la navaja recientemente perdida. Pasó una
semana. El primer día llegó sulfurado, indignado, confundido. Su mujer lo
esperaba rebosante y de buen humor, ni siquiera le dio tiempo de discutir,
retomó los calores de antaño e indagó en su vientre el motivo de su frustración,
la solución de su premura. “Hoy no lo hizo” pensó… “Hoy no puedo”. El segundo
día fue diferente: la pelea se dejó encontrar con una facilidad entrañable. El
triunfo femenil estaba cantado, y la verdad él no planeaba vencer. Aprovechó su
oportunidad y huyó de la casa. El divorcio tácito, la traición permisiva. El
tercer día, bajo un puente olvidado, se dio cuenta que no había presentado su
renuncia. Regresó al trabajo y el grito que recibió fue espantoso. No más puro,
no más café, no más oficina… fueron algunos de los improperios (Muy resumidos y
censurados por lo soez de su contenido). Sentado en un pasadizo y secando su
camisa de la saliva de su jefe, redactó la nota diaria. Cuarto día, La Prensa
exhumó un alboroto: se registró una fuga en El Fuerte hace nueve días; el acto
estuvo tan bien planeado que recién entonces se dieron cuenta en el penal. Las
notas y los papeles volaban, el cerebro del individuo también quedaba
traspapelado. Nadie sabría dónde estaban los prófugos, pero los lectores quieren
datos (Que se pueden falsear) y el gobierno exige datos (Cuya falsedad pasaría
a integrar el centro penitenciario). Quinto día: faltó al trabajo, necesitaba
comer. Desayunó en el mercado, jugo de naranja y piña. La acidez del encuentro
lo llevó a escapar; lo que, sumado a su evidente falta de dinero, era más que
justificable. Tras la séptima esquina en diagonal, cuando perdió al policía que
lo emboscaba, se topó con las diurnas luces de neón de un hostal malaventurado.
Las ventanas taponeadas, empavonadas y cubiertas con un tul que se hacía llamar
“cortina”, ocultaban el pronto escenario de alguna vaga esperanza: la mujer (su
esposa) y la dama de compañía ingresaban sin inmutarse al recinto, resguardadas
por un hombre gris. Sexto día: llegó a las oficinas del medio y encontró el
diario en el tacho de basura. “Por fin se decidieron a publicar la noticia de
El Fuerte”, sonrió… aún no renunciaba. Séptimo día: el periódico coronó un
titular amarillista: “¿Sucede algo extraño?”; abajo, una foto inventada de un reo
contumaz escapando. La nota desinformaba, los jefes sonreían, los periodistas
cobraban. Antes de retirarse recordó la carta, la leyó de nuevo y su
indignación acaeció con más fuerza que nunca. El puente había hecho estragos su
salud y sólo entonces haría algo: renunció. Se largó pensando en su esposa, en
la infidelidad, en la carta, en la libertad, en el medio, en la hipocresía y en
la maldita suerte que tenía por querer morir estando vivo. Se fue apretando sus
pasos y rechinando los peldaños de la vieja escalera que precedía la salida,
saltó de un golpe los cinco últimos escalones y cerró la puerta para siempre…
sujetando el mensaje en la mano, dejando el sobre abierto.
Un par de horas después, un
practicante realizaba su primera tarea: suplantar al valor perdido. Creyó que
hacía trampa, no sabía para quién. Escaso de tiempo y de ideas, tomó una
fotografía que encontró en las escaleras posteriores a la entrada de la empresa,
recogió el periódico del tacho de basura y redactó lo primero que se lo
ocurrió:
Todo
continúa normal
Huele a
democracia en el congreso. El Ministro de Telecomunicaciones firmó hoy un
contrato multimillonario con las principales empresas de telefonía en el país.
El acuerdo disipa todas las dudas que generaron las redes sociales en los últimos
meses ya que asegura la libertad comunicativa en todos los sectores de la
sociedad.
“Está asqueroso, – le dijeron –
pero lo publicaremos. Editado” Sin opciones, el muchacho aceptó. Quería hacerse
famoso de alguna manera (Aunque su nombre no saldría en la nota) y soportó la
vergüenza de ser manipulado. Periodista del futuro.
Lo pensó por una hora y pidió que
le devuelvan la nota. Su dignidad estaba en juego, pero ya la había perdido
hace rato. Le ofrecieron escribir una micronota para policiales, aceptó de mala
gana. En la noche se enteró de un “accidente deleznable” y afloró su
creatividad literaria (La nota también sería editada) :
Loco se mató
porque su esposa lo maltrataba: Un hombre se plantó en medio de una de las
avenidas principales de la capital esta tarde. El suicidio habría sido motivado
por los maltratos de su cónyuge. Fuentes confiables aseguran que perdió la
razón a causa de la cauterización de su miembro viril perpetuada por su mujer.
Dicha señora lo habría hecho dormir en el patio de la casa, “¡La tierra es jodidamente plana!” acotó la
víctima.
Le Moment – Mémoire VIII: La Lettre