Veía las calles bañadas en lágrimas, una
cortina nebulosa estremecía mi olfato, la coyuntura de aromas nauseabundos
reflejaban un espectro de sal y alcohol, jardines de opio adornaban las
viviendas descuidadas, cargando decenios a sus anchas y quinquenios a sus
espaldas, los murmullos resonaban en un distante eco, concentrado en el
alféizar de una ventana, cuyo zócalo marmoleado describía los matices de la
desesperanza; el distante candor de una vela se asomaba por mi pupila e
intentaba filtrarse en los vacíos de mi meditación; ni la luna se atrevía a
mostrarse por aquellos días, e incluso el sol ya había renunciado a su labor.
Una gruesa capa gris de óxido parecía abrigar el pueblo, cubriéndolo por
completo y socavando el horizonte.
Yo, turista inocente, pisando por vez primera
aquella villa sin nombre, caminaba vagabundo y maravillado, absorto en los más
sublimes pensamientos acerca de la parafernalia grotesca que encontraban mis
ojos, y distraído por los coloridos murales monocromáticos que acompañaban mi
travesía, caminaba entonces y avanzaba sin rumbo alguno, sin recordar cómo
había llegado hasta ese lugar ni mucho menos porqué estaba ahí; eso nunca me
importó, sólo quería caminar, sentía que aquel viaje sin sentido me conduciría
a hallar el sentido de un viaje más amplio, me sentía en un mundo ajeno, mi
situación no era esa; sin embargo, ahí estaba, disfrutando de los parajes más
exóticos que pudiera imaginar y llegando a concebir que lo ajeno y extraño no
necesariamente es negativo, mis conclusiones eran necesariamente escasas e
inútiles, pero era lo único que me quedaba, una de ellas afirmaba que la
conjunción de dichos mundos, el mío y este otro mundo externo, inmenso y que me
incluía en él, conllevarían al hallazgo más importante y definitivo de mi
existencia, el hallazgo de un mundo totalmente nuevo y puro, las experiencias
de ambos mundos ya conocidos me permitirían surcar uno aún más importante y es
éste en el que me debería quedar, algunos me aseguran que dentro de cada
desierto hay un oasis, pues yo replico que dentro de cada oasis debe haber un
desierto, dicho desierto te ayudará a oponer resistencia a las peripecias de la
monotonía de la perfección y poder continuar sin mayor problema.
Incrédulo por mis resultados filosóficos, y
aún entretenido con mis divergencias que, al parecer estaban focalizándose en
un resultado, tropecé con un anciano, acontecimiento extraño ya que no
recordaba haber visto una sola alma en mi recorrido, le pedí su perdón,
naturalmente, y me sorprendió bastante ver en su rostro uno aun más conocido
por mí que hasta parecía verme al espejo, perplejo y anonadado sólo reaccioné
cuando el viejo hombre me respondió amablemente con una sonrisa, descartando
así mis esperanzas ilusorias, y procedí a hacer la pregunta más incoherente que
se me hubiera ocurrido:
-
¿Por qué sonríe?
-
¿Por qué no sonreír? – fue su inmediata respuesta.
-
Pues porque se encuentra en una villa desolada por el infortunio de la
enfermedad y la injusticia, ¿acaso le gusta encontrarse en este lugar?
-
Sinceramente, no.
Así fue como comenzó mi entrevista con un
sabio que nunca olvidaré en el resto de mi vida, entre preguntas y respuestas y
sonrisas y temores, descubrí que el viejo sonreía porque ya antes había estado
en mi situación y, efectivamente, llegó al final del viaje y divisó un paraíso
enorme y, lo que él asegura, una felicidad sin precedentes, pero se asustó, le
entró un pánico tremendo a fracasar y caerse al cruzar el puente angosto que
separaba la estrecha línea entre la aldea y la alegría, no se arriesgó y esa
fue su condena, luego regresó a donde se encuentra ahora y, congelado por el
temor a dar un paso en falso, no ha movido un solo músculo de sus piernas en 53
años; a estas alturas, no soporté y le inquirí:
-
¿Y ese es un motivo para sonreír?
-
No, sonrío porque estoy solo.
Esa respuesta me sorprendió demasiado, ya que
considero, y lo sigo haciendo, que la soledad es el peor castigo que puede
sufrir una persona, no puedo conciliar un mundo donde no haya nadie más que yo…
esa frase me descuadró totalmente y el anciano respondió nuevamente antes de
que replicara:
-
Aborrezco estar solo, pero odiaría más que alguien me acompañe… han
pasado cincuenta y tres años de estar varado en esta avenida, acceso principal
y único para el final de tu travesía, y cada día veo pasar a algún joven como
tú, algunos asustados, otros entusiasmados pero siempre con la esperanza de
salir de aquí, me encuentro entre la demencia y la cordura, y no suelo
diferenciar muy bien una de otra, pero gracias a estos chicos, sé lo que es
vivir; sonrío pues, porque todos ellos han tropezado conmigo y estoy feliz de
que ninguno haya regresado, mi misión y mi castigo en este lugar es el de
orientar y servir de guía en este paralelo entre la vida y el riesgo, éste es el
purgatorio de las consciencias más íntimas de las personas, el punto medio de
su superación y mi tarea es asegurar su felicidad; nadie más merece estar
conmigo, no junto a un cobarde.
Culminando su discurso me señaló hacia la
vela centelleante, unos tres kilómetros en línea recta fue lo que me indicó que
caminara, y la niebla se empezó a disipar conforme concentraba la vista en la
luminosidad de la vela; viré inmediatamente para agradecerle a mi nuevo guía y
permitirme el honor de saber su nombre, pero fue ingrata mi sorpresa cuando
descubrí que no había absolutamente nadie más que yo en esa calle, miré
alrededor y en todos los rincones que pude sin resultado alguno… al final,
resignado, miré al suelo para ver si encontraba respuesta en el polvo de mis
botas, pero me llamó la atención que habían dos zapatos gastados enterrados en
el lugar que ocupaba el viejo en la acera, y una nota entre ellos, cuando me
dispuse a recogerla, una espesa sombra se abalanzó sobre mí, impidiendo que
pueda leer; no veía absolutamente nada, empecé a caminar a tientas con la nota
en mi mano y anduve así por una cuadra, luego decidí guardar la nota en mi
bolsillo para no perderla; en el bolsillo había algo, una pequeña caja de
cartón, la retiré y descubrí que era una caja de cerillos, inmediatamente
encendí uno y empecé a leer la nota:
“La vida es riesgo, no mueras como yo.”
El fósforo se consumió rápidamente después de
leerlo, encendí otro y noté una pequeña inscripción en la cajita que rezaba:
“Misión cumplida. Gracias.”
La parca anónima