La parca anónima


Una tarde de aquellas en las que el sol sale a mediodía, una noche de aquellas en las que ves salir el sol. El crepúsculo interno y confuso que azota Lima en el invierno cuando no sabes si es de día o de noche. El alba de nuevos viajes, la astucia de una parca traviesa, y el tiempo absoluto por sí mismo.

Así fue el día de su muerte, Michelle se asomaba curiosa por una esquina apoyándose en un poste y sus indicaciones. Observó sin inmutarse pensando en no pensar nada, pensando en la demora del ómnibus. Llegó pues, y abandonó el paradero de la universidad para adentrarse en el extraño e incómodo mundo del transporte público. Sentada en un asiento posterior y dibujando monigotes en la ventana, admiraba la lluvia desordenada, los charcos pequeños y una moto estacionada. Era verde, la motocicleta varada en la acera del frente era verde y le recordaba un poco la nostalgia de la Lima gris. Pensó en hacer una fotografía, en escribir un poco, en plasmar un recuerdo… pensó tantas cosas que casi pierde su parada.

Salía del bus y se oyó un tremendo ruido. Un par de autos chocaron en plena estación. El metropolitano suspendió sus servicios y nuestra protagonista se vio obligada a caminar. Cruzando un puente por San Isidro perdió el equilibrio y cayó. Corrió un hombre, corrió sangre, corrieron los transeúntes y el cadáver inmóvil.

Nadie se fijó en el visitante que sonreía desde la avenida. El policía describía sus problemas económicos al chofer de una combi situada a tres metros del accidente. Y el músico famoso por el que corrieron los transeúntes buscaba una pluma desesperado. Y aquel hombre no paró de correr. La señora con sus nietos desestimó la falta de uno. Nadie se detuvo a verla, sólo un par de periódicos pasados. Sólo un sueño asesinado.

Y ésta es la carta que nunca he de escribir.


Una carta. 
Es algo que no haré muy seguido, no es mi estilo; sin embargo, lo noto necesario. Si buscabas respuestas, espero que esto te pueda ayudar.
Lo siento.

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Holgando al recuerdo que desesperas. A ti, dama de la luna llena.

Fuimos presa y víctima de una cacería certera, del deporte de ambos. Hoy, sufrimos algunas de las consecuencias. Un desamor a base de errores y confusiones.

Es breve, no tengo mucho qué decir. Al final caímos en un juego que ninguno sabía jugar, en el que para ganar intentamos hacer trampa. Digamos que es un castigo, la eliminación automática, la revancha perdida. Digamos que jugamos sucio y no supimos limpiar el desastre de nuestro accionar.

Digamos que los pecados se cometieron a destiempo, en el ámbito legal de la moral externa. Pero aquella consciencia que confunde y discrimina, es las que nos atañe y guía a un pasado sincero. Y la vida, juego nuevo y por turnos en el que no coinciden la consciencia, la moral y la verdad, cambió las reglas radicalmente. Luego, henos aquí y allá, despojando todo menos lo que llevamos calado en la piel.

Digamos que no hay más qué decir.

Digamos que el amor no basta.

Son risas... sólo eso


El desdén que ocultaba la celda cándida y brillante... hasta humeante, me atrevería a decir, no hacía más que inspirar la ternura que la condescendencia le deja al olvido.

¡Y cómo relucía! El contraluz de su alma reflejada en un verso etéreo y maldito, la alegría destronada, el almíbar de la sinceridad ausente. Todo aquello componiendo la magistral sinfonía sorda, el retrato ciego, el paladar soso del crítico empedernido.

Ebrio por la sonrisa distante de una mujer engañada, y perplejo por su contestación inesperada, me vi obligado a seguirla. A distancia considerable y casi de espía, sigilosamente fui dibujando sus huellas, trazando su andar en la acera maltratada y contemplando el asombro popular ante el paso imponente de la joven citada. La perseguí durante un buen tramo, sólo percibiendo las molestas miradas y el desprecio implícito que emanaban las personas circundantes, una que otra dádiva visual, un poco de compasión miserable. Noté la confusión popular, la admiración o la estupidez que parecía entrever la multitud cuando me observaba me integraron en dicha confusión, pero no olvidé mi objetivo… jamás perdí de vista a la dama sonriente, al teatro iluminado y la herradura de diamante, a su tez pálida y sus delicados cabellos negros. Jamás pude perderla de vista, el suave contorno de su figura que ondeaba a la par de la brisa vespertina, el cálido rocío que desdibujaba el susurrar de sus botines y el impar salto indecente que arrítmico enaltecía el paisaje urbano.

Repetí su camino hasta que se detuvo… no habían más personas alrededor y su sonrisa se desdibujó lentamente. En el último destello giró; y, sin advertirlo quedé frente a frente con ella. Mi reacción fue tan impredecible que sin querer me fui acercando a ella. La besé intempestivamente y quise sumergirme en ella; sin embargo, la dama no tenía rostro, tan solo una bella sonrisa, un regalo extraño, una profunda herida. Ella sólo volteó y se fue caminando… sin el ondear de su cabello, sin la silueta del rocío, sin los saltos aleatorios… sólo caminó y se alejó para siempre, con la extraña duda acerca de su sonrisa. Nunca supe si la conservó.

Segundos después realicé que no tenía rostro. Ella siempre sonrió para protegerse, tal vez otorgaba lo único que poseía, tal vez sólo se burlaba del mundo, después de todo nadie podría mirarla a los ojos, no podía tener vergüenza, acaso dudé si aquella mujer alguna vez tuvo identidad. Y no fue capaz de percibir nada, tan solo guiada por sus instintos, cobijada en el ego de una sonrisa perfecta. La vanidad de sus carencias parecía más fuerte que la adversidad; y, ciega como muchas, sólo perseguía a sus sonrisas y a los blancos de estas. Creyó que nadie le podría brindar nada y sonrió por ello, nadie la merecía… hasta que el furor del rechazo generó simpatía y un beso selló su intimidad, develó su ego, le otorgó una vida.

Después de un instante lo comprendí… sólo le faltaba sonreírme.

La Rúa Gris



Veía las calles bañadas en lágrimas, una cortina nebulosa estremecía mi olfato, la coyuntura de aromas nauseabundos reflejaban un espectro de sal y alcohol, jardines de opio adornaban las viviendas descuidadas, cargando decenios a sus anchas y quinquenios a sus espaldas, los murmullos resonaban en un distante eco, concentrado en el alféizar de una ventana, cuyo zócalo marmoleado describía los matices de la desesperanza; el distante candor de una vela se asomaba por mi pupila e intentaba filtrarse en los vacíos de mi meditación; ni la luna se atrevía a mostrarse por aquellos días, e incluso el sol ya había renunciado a su labor. Una gruesa capa gris de óxido parecía abrigar el pueblo, cubriéndolo por completo y socavando el horizonte.

Yo, turista inocente, pisando por vez primera aquella villa sin nombre, caminaba vagabundo y maravillado, absorto en los más sublimes pensamientos acerca de la parafernalia grotesca que encontraban mis ojos, y distraído por los coloridos murales monocromáticos que acompañaban mi travesía, caminaba entonces y avanzaba sin rumbo alguno, sin recordar cómo había llegado hasta ese lugar ni mucho menos porqué estaba ahí; eso nunca me importó, sólo quería caminar, sentía que aquel viaje sin sentido me conduciría a hallar el sentido de un viaje más amplio, me sentía en un mundo ajeno, mi situación no era esa; sin embargo, ahí estaba, disfrutando de los parajes más exóticos que pudiera imaginar y llegando a concebir que lo ajeno y extraño no necesariamente es negativo, mis conclusiones eran necesariamente escasas e inútiles, pero era lo único que me quedaba, una de ellas afirmaba que la conjunción de dichos mundos, el mío y este otro mundo externo, inmenso y que me incluía en él, conllevarían al hallazgo más importante y definitivo de mi existencia, el hallazgo de un mundo totalmente nuevo y puro, las experiencias de ambos mundos ya conocidos me permitirían surcar uno aún más importante y es éste en el que me debería quedar, algunos me aseguran que dentro de cada desierto hay un oasis, pues yo replico que dentro de cada oasis debe haber un desierto, dicho desierto te ayudará a oponer resistencia a las peripecias de la monotonía de la perfección y poder continuar sin mayor problema.

Incrédulo por mis resultados filosóficos, y aún entretenido con mis divergencias que, al parecer estaban focalizándose en un resultado, tropecé con un anciano, acontecimiento extraño ya que no recordaba haber visto una sola alma en mi recorrido, le pedí su perdón, naturalmente, y me sorprendió bastante ver en su rostro uno aun más conocido por mí que hasta parecía verme al espejo, perplejo y anonadado sólo reaccioné cuando el viejo hombre me respondió amablemente con una sonrisa, descartando así mis esperanzas ilusorias, y procedí a hacer la pregunta más incoherente que se me hubiera ocurrido:

-          ¿Por qué sonríe?
-          ¿Por qué no sonreír? – fue su inmediata respuesta.
-          Pues porque se encuentra en una villa desolada por el infortunio de la enfermedad y la injusticia, ¿acaso le gusta encontrarse en este lugar?
-          Sinceramente, no.

Así fue como comenzó mi entrevista con un sabio que nunca olvidaré en el resto de mi vida, entre preguntas y respuestas y sonrisas y temores, descubrí que el viejo sonreía porque ya antes había estado en mi situación y, efectivamente, llegó al final del viaje y divisó un paraíso enorme y, lo que él asegura, una felicidad sin precedentes, pero se asustó, le entró un pánico tremendo a fracasar y caerse al cruzar el puente angosto que separaba la estrecha línea entre la aldea y la alegría, no se arriesgó y esa fue su condena, luego regresó a donde se encuentra ahora y, congelado por el temor a dar un paso en falso, no ha movido un solo músculo de sus piernas en 53 años; a estas alturas, no soporté y le inquirí:

-          ¿Y ese es un motivo para sonreír?
-          No, sonrío porque estoy solo.

Esa respuesta me sorprendió demasiado, ya que considero, y lo sigo haciendo, que la soledad es el peor castigo que puede sufrir una persona, no puedo conciliar un mundo donde no haya nadie más que yo… esa frase me descuadró totalmente y el anciano respondió nuevamente antes de que replicara:

-          Aborrezco estar solo, pero odiaría más que alguien me acompañe… han pasado cincuenta y tres años de estar varado en esta avenida, acceso principal y único para el final de tu travesía, y cada día veo pasar a algún joven como tú, algunos asustados, otros entusiasmados pero siempre con la esperanza de salir de aquí, me encuentro entre la demencia y la cordura, y no suelo diferenciar muy bien una de otra, pero gracias a estos chicos, sé lo que es vivir; sonrío pues, porque todos ellos han tropezado conmigo y estoy feliz de que ninguno haya regresado, mi misión y mi castigo en este lugar es el de orientar y servir de guía en este paralelo entre la vida y el riesgo, éste es el purgatorio de las consciencias más íntimas de las personas, el punto medio de su superación y mi tarea es asegurar su felicidad; nadie más merece estar conmigo, no junto a un cobarde.

Culminando su discurso me señaló hacia la vela centelleante, unos tres kilómetros en línea recta fue lo que me indicó que caminara, y la niebla se empezó a disipar conforme concentraba la vista en la luminosidad de la vela; viré inmediatamente para agradecerle a mi nuevo guía y permitirme el honor de saber su nombre, pero fue ingrata mi sorpresa cuando descubrí que no había absolutamente nadie más que yo en esa calle, miré alrededor y en todos los rincones que pude sin resultado alguno… al final, resignado, miré al suelo para ver si encontraba respuesta en el polvo de mis botas, pero me llamó la atención que habían dos zapatos gastados enterrados en el lugar que ocupaba el viejo en la acera, y una nota entre ellos, cuando me dispuse a recogerla, una espesa sombra se abalanzó sobre mí, impidiendo que pueda leer; no veía absolutamente nada, empecé a caminar a tientas con la nota en mi mano y anduve así por una cuadra, luego decidí guardar la nota en mi bolsillo para no perderla; en el bolsillo había algo, una pequeña caja de cartón, la retiré y descubrí que era una caja de cerillos, inmediatamente encendí uno y empecé a leer la nota:

“La vida es riesgo, no mueras como yo.”

El fósforo se consumió rápidamente después de leerlo, encendí otro y noté una pequeña inscripción en la cajita que rezaba:

“Misión cumplida. Gracias.”


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Un cuento extraño escrito el 07 de mayo del 2011, hace ya casi un año. Espero lo hayan disfrutado. Gracias

Entre Sombras


¿Dónde está? – preguntaba el hombre. Corría desesperado entre habitaciones vacías, deseaba, buscaba y no hallaba…

Ésta es la historia del hombre que perdió su sombra, la historia del hombre que se sentía solo, que daba todo por perdido. El muchacho no solía preocuparse de aquel detalle, no le importaba su soporte oscuro, a las faldas de su existir no había nada más que una seguridad vana que generaba su ilusión y su continua expectativa. Chico de fiar que se fio mucho del resto, chico falso que no encontró en quién confiar; no porque estuviera solo, sino porque no confiaba en sí mismo.

El mundo le dio la espalda, o al menos eso creyó él. Lo encontró de rodillas contando las semillas en el suelo, diferenciando sus huellas en la lluvia, se encontró de espaldas contra el mundo, y un profundo resentimiento lo llevaron a esconder las semillas, a borrar las huellas. Decidió estar solo, ser autosuficiente, pero no sabía cómo.

Encontró que nada lo acompañaba, deseaba tener un perro. La anécdota me resulta un poco hilarante, el muchacho, solo, frío, buscaba una forma de distraerse y abstraerse entre los derredores del escondrijo que habitaba, y perdiéndose en los albores de la tenue luz que sofocaba la única lámpara que pudo haber hallado, decidió crear un amigo, y él quería tener un perro… así que juntó las manos y hundió la vista en el muro lateral esperando alguna forma, esperaba tener una conversación, algo que añoraba desde algunos años y se sentía en la capacidad de lograrlo. Sin vacilar, tomó la forma su mano, parpadeó lentamente, como el campeón que aguarda su victoria, despejó una sonrisa en el rostro y encontró el muro vacío… su sombra, al igual que su fe, se había ido.

Así descubrió el muchacho que no tenía sombra, y después de algún tiempo se decidió a buscarla. Corría y buscaba y seguía corriendo, navegando su mirada en el resplandor oscuro que irradiaba su orgullo, su temor. Buscó por todos los lugares que supo conocer, pero jamás encontró nada.

Y así culmino la historia de dicho hombre, una perfidia constante hacia sí mismo, un error que no supo afrontar. Me gustaría aconsejarle, pero ya está demasiado perdido… Lo curioso de la historia es que no encuentro la forma de hallar tu sombra si primero no te desnuda el sol.