¡Qué Dios te lo pague!



Ana María prestó un sol y al día siguiente el cielo se lo devolvió con intereses. Dijo que fue un día bueno, que “las cosas” no podían ser mejores y que el azul de su sonrisa y los saltitos en el suelo. Dos chinches amarillos adornaban sus zapatos escolares y las mediecillas azules rozaban el borde de los tobillos, espías imperfectos de una moral arcaica. Dijo, entre otras “cosas”, que su casa quemada y que el bicho raro, dijo también que un ángel se le apareció y desapareció mientras parpadeaba; según ella, era pelado y conservaba viejas cicatrices en el antebrazo, portaba un viejo violín y bostezaba ilógicamente. Anita era pequeña y casi muda, por lo que decía; despertaba intereses oscuros en los claros más grises, y su virtual inocencia contrastaba pícaramente con su grande mirada.

Regresó de la escuela harta de las “cosas” que la fastidiaban, meneando su falda escocesa. Distraída porque dijo que fue un día bueno y tal vez no lo fue, pero qué lo era… con tal, las “cosas” no podían ser mejores. Y es que, habiendo perdido toda esperanza, nada puede ser mejor. “La esperanza es consuelo de mediocres” oyó decir. Consejo equivocado. Regresó a casa convencida de su buena suerte, despeinada y sonriente; regresó y salió apenas hubo comido.

Un par de mendigos la acosaron. Fue curioso porque la conocían de toda la vida, nunca débil, no tenía tiempo para esas “cosas”. La rodearon risiblemente; ella, contenta, sonreía porque nada podía ser mejor. La muchacha, perpleja, pudo verse intimidada por el par de cómicos monetarios que se acercaban, mas su valentía procaz y la voluntad de hierro que presumía (entre otras “cosas”) la invitaron a negociar. Cinco, no, tres, uno, listo. Una ficha, un mango, una luca, un nuevo sol, una “cosa”. El precio de la no prostitución de sus desventajas fue fijado una tarde de otoño, casi a las tres de la tarde, el pago siendo testigo fiel desde arriba. Claro, fue un préstamo.

“Cosas”, podría hasta ser una revista de todo lo innombrable, lo que tiene que ser una cosa porque nada más entra en el vocabulario. No es que no sepa nombrarla, sino que hacerlo es admitir una derrota; entonces, entre otras “cosas”, puede seguir viviendo, porque nada puede ir mejor.

La deuda fue pagada, presa del conformismo, porque la muchacha de ojos carmesí oscuro y pálido (pardo) no se lo planteó. Dulce y veloz se alejó profundamente de su inherente cosedad, la maldición de su sonrisa. Descubrió que todo puede ser mejor, siempre y cuando esas “cosas” se llamen por su nombre. Reconoció en su uniforme desordenado, en la pulcra blusa y sus amplios tirantes su complejidad si fueran meras “cosas de la vida”, ambivalencias gramaticales de un estado de sitio.

Al día siguiente todo seguiría igual, excepto por aquello que no entra en la lista. Ana María, un personaje incómodo, temerosa de nadar por esos ríos metafísicos, pero navegándolos de todos modos: una aprendiza de Maga. Una muchacha rodeada por mariposas amarillas, divorciada de Babilonia. Una diosa troyana, reclamada (como prisionera) por su propia riqueza. Un cronopio que no es cronopio que es fama, pero no es fama, pero bien podría ser esperanza.

Por ahí se completa el nadir, la traducción del temor en hospicio. La locura de un rostro feliz, la gracia de saberse cuerdo. El sol la hace sonreír, tal vez porque le pagó o limó asperezas con el destino, quién sabe.  Al final, el sabor de su barquillo metafísico se define por el agua que no probó… porque la esperanza, niña, no está en el cielo.

Otra Guirnalda



Realmente fueron tantas veces, que podría desmenuzarla sin perder su esencia. Primero su voz, dividiéndola en pedacitos por cada una, mejorándola un poco, limpiando los ecos sordos como para teñir mejor los matices que proponía; coger cada parte y colgarla en cada habitación, en cada uno de los escenarios en los que, algunas veces, fue protagonista: nunca dos veces y siempre más de una. Aquellos sonidos, tan perspicaces, hacían pensar a cualquiera, tal vez por lo extraño o lo morboso, pero siempre se terminaba hablando del habla, vociferando, cuchicheando y desgarrando entre dientes el mínimo timbre que escondía sus inocentes propósitos, cada éxtasis oral que se suponía eterno por su continuidad y fugaz por su inestabilidad. Imagínese todo aquello, y realmente fueron tantas veces, tal vez las que estuvo viva o muerta, pero siempre terminando, como un viaje: bello, ajeno, nuevo y nostálgico (sin respetar algún orden lógico). Lo común siempre era el final, y su voz dibujaba el cenit de una existencia (y fueron tantas voces).

Lo segundo fueron los ojos, el acecho invisible. Una vez, sólo una, llegué a verlos, porque cada vez que los vi luego era exactamente igual, como si esa mirada me persiguiera o peor, me perteneciera. Figúrese que se encuentra en una casa, blanca como la nieve y oscura como la misma, decorada con macetas infértiles y flores enterradas, un solo cuadro por habitación y un cuadro por cada mirada. Es un sesgo hacia tu razón, en algunas estás solo, en otras también. Y siempre hay alguien. Realmente fueron tantas veces como las veces que se posaron en alguien, en algo que se movía, e incluso en los quietecillos, siempre mudando y mutando y una a la vez para siempre. Sus ojos viajaron como sus voces omnipresentes, pero exclusivas a su tempestad. Hubo días en que parpadeó, casi tambaleándose la casa por la estampida monumental de sus prisioneros y aparecía un ídolo, con tantos ojos como lenguas dispuesto a capturarlos y reproducirlos para no olvidarlos jamás. Hubo días como esos, en los que el riesgo centelleaba como las lágrimas que lograba fingir. Fueron muchas veces, en realidad, porque cuando los cerraba ocurría al mismo tiempo, ahogándose junto a sus gemidos.

Y fueron aun más veces las que pude olvidarla; sin embargo, siempre era diferente… y eso la hacía igual, induciéndome en su trampa, como un payaso cuya enfermedad es la risa y, lamentablemente, contagia. Lo tercero es lo último que recuerdo, y no sé por qué. Lo tercero fueron sus manos, suaves, delicadas y tozudas. Independientes, sin lugar a dudas, pues solían escapar a la vigilancia de su vista y a las órdenes de su boca, pero temerosas de todo. Estupor creyeron dibujarle a cada una con sus dedos y tinta roja, como témpera; y por ello era la artista, la pitonisa mágica que presentía con su tacto los desmanes propios que acaso todos pudieron ver, pero nadie predecir, y eran como señales, tan tontas y oblicuas como los idiotas que se paraban a verlas, colgando en cada habitación del museo en que se había convertido tras algún tiempo de paz. Camaleónica como ninguna se disfrazaba con sus dedos, sin dejar huella, al compás inerme de sus falencias musicales y de su canto de sirena.

La cuarta me la contaron después, o eso quiero creer, porque definitivamente no la hospeda mi memoria. Confieso que heme perdido en una tinta dactilar posterior al silbido de culebra que arrulló mi oído derecho: “Sé a ti”; sin preguntar cómo lo asimilé, viéndome convertido en material para pintores y en esencia pura, en un barítono para la soprano, y en un vistazo lascivo para la nueva celda que albergaría su última obra. Traté de no pensar porque sin duda me oiría, ella que todo lo puede, y desertaría cual animal despavorido al sentirme invadido, cuando realmente le pertenecía desde el momento en que la temí. Por tanto o más, en aquella casa centinela a la caza de sus centinelas, ascendí enervado al reino celestial de sus entrañas. Dulce y dulce: mi pensamiento y su voz.

La cuarta, retomando el relato, me la contó un nuevo compañero (porque mi premio excluía a la soledad). En el suelo, desparasitando sus pecados, inhaló la mala suerte de no saber qué hacía: revolcándose y lenta, absorta, compaginaba sus espasmos fronterizos con el exilio de una, sino muchas vidas. Y nadie le hizo caso, porque realmente fueron tantas veces que sencillamente reían y cantaban y bailaban junto al espectáculo, sin mirarlo ya sea por temor o respeto, ignorando sabiamente lo que pudo haber sido su ternura exfoliante y su redención absoluta. A nadie parecía importarle, mientras ella olfateaba raudamente como queriendo inspeccionar a cada uno al despedirse, y descendía conforme reconocía todo, conforme se daba cuenta que todo lo sabía y que ésa sería sólo una más, que tendría suficientes reemplazos, suficientes habitaciones. Feliz porque pintaría todo de nuevo… una vez más.

El Tambor Elefante (parte seis)


Abandoné el cuartucho tras dos días de ensayo, barriendo el camastro con la mirada y recordando las esquirlas que aún tenía impregnadas en el cuerpo. Me fui aun cuando no lo dejaba, mirándolo por la ventana; las botellas vacías ahora convertidas en candelabros por obra y gracia del viejo portero y la tacha de metal que cubría desafiante el interruptor de la luz. Lo quería dejar y permanecí observando por algunos o varios minutos, de lejos ahora, acompañado por la melodía trágica producto de la encarnizada batalla que se estaría librando a unos metros por encima de mí. Di unos pasos y me despedí tristemente de la gata, que me veía a las faldas del cerro donde luchaban unos dos caracteres por el tiempo acordado. Agazapado y melancólico conté mis pisadas, conté las seis noches insomnes que me habían atrapado y salí de la vieja quinta, con la mano izquierda en el bolsillo y la derecha sujetando el estuche de mi instrumento. Volteé por última vez para encontrarme con el anciano esbozando un conato de sonrisa, la minina abordando su antigua esquina en mi habitáculo, la oscuridad esclareciendo milagrosamente el mismo y la sinfonía de gemidos perdiéndose entre respiraciones fingidamente agitadas.

Cuando me arrepentí era ya demasiado tarde, me creí perdido entre una maraña de calles y avenidas ciertamente desconocidas para mi yo actual. Turista sacrílego en tierra de nadie, caminé dando vueltas entre los edificios grises que a veces confundía con mis legañas y los retazos de animales muertos que protegían mi mente. Antes de notarlo ya estaba ahí: un pequeño tambor elefante me seguía meneando su trompa y proponiéndome aventuras estrafalarias al compás de un suave ritmo occidental. Supuse conocerlo y hasta quererlo cuando lo vi, andaba ya demasiado cansado como para contradecir a mi cerebro, el cerumen carcomía mis oídos, pero de alguna manera lograba comunicarme con él: ininteligiblemente me dijo que sólo faltaba una, que con siete noches moriría y que sólo faltaba una. Lo repitió a trompazos y escopetazos de redobles y un batido de percusiones selváticas; yo avanzaba y trataba de olvidarlo, sin pensar pensaba en que pensar se había vuelto algo confuso, aún pensativo me seguía y yo giraba y viraba para perderlo, pero ahí seguía, chillando y proclamando felizmente mi destino. Más cansancio. Mi guerra interna era, hasta cierto punto, comparable con la de mi amiga meretriz, tal vez por ello le guardaba tanto cariño, fuera de nuestros encuentros casuales, tan divinamente planificados, y de las escaramuzas del viejo por mantenernos despiertos. Tal vez todo sea solo un tal vez. Nada y por nada y para nada certero era absolutamente nada… porque tal vez nada de esto era cierto.

Llegué a una vieja e iluminada plaza, fechoría demoníaca aquella luz, dedicada a algún héroe hipócrita de antaño. Paseé por la muralla, en honor de una pared con tiros; la estatua del equino, en honor a un animal esclavizado; a través del revolver maltrecho, en honor a una inversión mal hecha; y por un guerrero en pie, en honor de un cobarde que perdió un conflicto y un ojo. La crucé casi sin ver, pero observando todo, y me posé ante la gran escalinata de piedra que recibía a los feligreses cada domingo al ocaso, corría la noche tardía y subí escuchando los continuos golpes que suponían las tejas castigadas por el sereno agresivo y el gracioso triquitrac que susurraba el tambor elefante atrás mío. Seguí escalando casi hasta conseguir el premio bíblico, casi tocando la reja dorada sin poder entrar junto a mi nueva mascota, subí tan agotado que paré en el último peldaño, sentándome decididamente a esperar. Dos minutos. El tambor elefante, inocente oráculo maldito, cayó presa del desconcierto agonizante de mi avezado accionar: salté sin cavilar hacia él, dispuesto a salvarlo de una muerte segura, sino un accidente descomunal, y una teja roja como mi bullente sangre y mi vista inflamada reventó a no muchos centímetros de nosotros. Sentí su trompa enrollarse contra mi cuello, creí desfallecer cuando noté que me acariciaba, me suturaba los hechizos mentales, me dirigía la mano hacia el bolsillo…

La encontré por enésima vez, a la pastilla. La tragué pesimista, desapareciendo el tambor elefante, y mi pesadumbre se tornó en rosa, como la vida y la canción. Comencé a sonreír sin motivo, me levanté enérgicamente pensando, por fin, en que todo iba a estar bien y que ya nada importaba sino mi maletín abandonado bajo la teja derruida. Comprobé la salud de mi trompeta y corrí hacia el bar más cercano, desinteresado de la vida y del camaleón que resulté ser aquella noche. Mis músculos se retraían automáticamente, mi rostro defecaba esperanza y, a pesar de todo, camuflada la tristeza y cantando y ensayando el curioso tema de Satchmo, en el fondo de mi alma, cercana a las tinieblas, lo sabía… el tambor elefante tenía razón: sólo faltaba una.

El Tambor Elefante (parte cinco)



- ¡Dámela!
- Espera...
- Ya sabes cuál es el precio, tú decides muchacho.

Esperé a que terminaran de esperarme en el sillón rojo de la pequeña sala en que me encontraba. No sabía qué hacer, todo era una trampa… no hay otra salida: es ahora o nunca. Corregí mis pensamientos en silencio, como aguardando algún milagro; sin embargo, nada sucedió. Pasé a la habitación. “Aquí la tienes”, dije, esbozando la mejor de mis sonrisas.

“El Guardián se fue”, pensaría siempre. Ahora vamos a dormir. Llegué a una quinta antigua con un par de edificios pequeños en su interior, entré tropezando con las baldosas indefinidas que fungían de portero y logré atravesarlas esforzándome un poco. La puerta maciza de cedro se presentaba enorme ante mí, flaco y desgarbado, luciendo mi uniforme de pobretón en mi rostro; larga y ancha se mostraba la tabla vertical que expedía astillas conforme el primer toc se alejaba de ahí, seguí viendo el diseño marmoleado, las grietas espantosas que simulaban sus cojones. Toc por segunda vez; y sonó el resquicio, las rayas temblaron y la puerta se abrió.

Un señor enjuto salió a saludarme, no hizo más. Me señaló con un dedo el otro edificio y se encogió en su guarida. La única habitación que parecía abierta me recibió como a un hermano, no había mucho: un catre duro adornado por una pintura extraña a sus pies, un baño lúgubre con un travieso espejo circular y un pequeño bar que, por las botellas vacías y el color de sus restos, fácilmente engañaría a un alquimista. Sentado y optimista me empecé a desnudar. El agua helada recorrió mi cuerpo, lo cual sentía como un castigo, y me susurraba que todo acababa de comenzar; relajante, el agua chorreaba por mis músculos, bostezando el aroma nocturno que sienten los cuervos al despegar. Relajante el agua, menos yo. Me sentí azotado y acariciado mientras me golpeaban con más fuerza, una lucha temperada surgía en mi interior y el frío consumía lo poco que me quedaba de muerto. Tiritando, salí de ahí. Pronto descubrí que me había quitado el sueño, me arropé con una bata vieja que encontré y me tiré en la cama.

Solo, esa era la respuesta. Estaba absolutamente solo, pero no debajo de un puente, pero abandonando a mi gata, pero sin un ventarrón con el que pelee, pero sin la acústica del río, pero con un catre en qué dormir… solo, sin embargo. La noche se me resbaló durante las primeras dos horas, contando las telarañas del techo, las hormigas de la cabecera, las rajas de la mesita de noche, las gotas en las paredes de las botellas vacías y los corchos rotos que había en el suelo. “I see trees or green, red roses too… I see them bloom…” mientras sacaba la trompeta de su estuche, “for me and you”, ¿and you? Ya no existe un “you”, estoy solo, acababa de entenderlo. “And I think to myself…”, exacto, a nadie más… “What a wonderful world”, empieza a cantar el viento, yo pensando: estoy vivo.

Un golpe seco despegó los últimos retazos de polvo que conservaba mi techo. Salí tosiendo y en bata, la intemperie siempre fue gélida, pero estaba acostumbrado y el agua era más vil. Subí las escaleras metálicas escuchando a cada paso el maldecir de sus baches y el crujir de sus vertientes. Otra puerta abierta… una luz encendida. Una mujer me recibió desnuda, era blanca, pálida es decir poco, y esparcía sus feromonas por el suelo conforme se acercaba hacia mí. Era tarde, estaba adentro… la puerta se cerró y, sin querer, estaba echando cerrojo; y, sin querer, me estaba quitando la bata; y, sin querer, encontrando en un rincón a mi mascota asustada y frente a mí a su clásica antagonista, supe que no podría dormir.

El Tambor Elefante (parte cuatro)


“La luz no hace bulla” me decía casi cantándome, arrullándome mientras besaba mi mejilla derecha. Mi madre era adicta al temor… no sé si sobreviví al embarazo.

Sin querer la toqué cuando metí mis manos en los bolsillos, persuadido por el frío ajeno que sucedía tras la ventana. Sin querer la toqué y pronto jugaba, pensaba en la banalidad de la vida, en que “sin querer” me había vuelto el ser más imbécil de este planeta y que siempre estaría vivo y que eso me llevaría a morir dentro de poco. Disfrutaba de la oscuridad como el manjar eximio y rarísimo en que se convertía un trozo de pan por las mañanas, casi la veneraba y hasta me comunicaba con ella: en las sombras distinguía las luces como estrellas sin brillo que, sencillamente, se dedicaban a definir mi atmósfera para no hacerme daño, prescindiendo de tonos y colores, y dotando de un carácter deceso a los objetos para tratar de sentirme identificado, intentar encontrar dentro de ese cuchitril la familia muerta que andaba buscando.

Tocaron la puerta mientras cavilaba que habían pasado tres noches desde que llegué, y me di cuenta que contaba en noches mas no en días, ¿y cuántos días habían pasado? Uno, mil… ¿tres? Sí, tres noches, no había duda, porque los hechos no mentían: desde aquel día (o noche) el sueño se desvaneció, mis días eran dobles, casi como las noches, y absurdos sin lugar a duda. El mal olor de mi vigilia constante se fusionaba con el aroma extinto de algún cadáver olvidado justo debajo de mis pies, esperando a su amante, a su media naranja insomne… y como no pudo con la puta, lo intentaría conmigo, es seguro, algo peor me espera (¿peor que qué?). Es peor, indefectiblemente peor, y justo debajo de mis pies. ¡Mira! Estoy parado. Tocaron la puerta mientras miraba el suelo, queriendo atravesarlo y descifrar de una maldita vez la verdadera razón de mi cárcel, por qué estaba preso en mi libertad y mi vida sufría convicta en el que, absolutamente convencido, sería mi lecho de muerte. ¿Dónde me enterrarían? ¿Mis ojos estarán abiertos o cerrados? Tal vez estoy hechizado, debe ser un conjuro, una pegatina invisible contra mis párpados, pero quiero poder descansar aunque sea ahí, sólo una vez. Ya no quiero. Corrí hacia el baño, cuidando específicamente cada paso: derecha, izquierda, derecha, tropezón, derecha… El lavatorio seguía limpio, con el espectro gris cubriéndolo, debía ser rosa, como la vida. No hay nada en el espejo, todo está oscuro, pero mis ojos… ¡Mis ojos! Ahí están, firmes, oscuros, derruidos, pero visiblemente abiertos. Tocaron la puerta mientras seguía despierto.

El espejo estalló junto conmigo. Ensangrentado, grité, salté, golpeé el techo llamando a la gata, me deslicé por la puerta entreabierta, paso, paso, derecha, salto, derecha, grito, derecha, caigo. Estoy jodidamente vivo… no hay opción. Me recosté en la cama, observando las pequeñas manchas negras que dibujaban mi alboroto. Qué bonito mapa… El viejo ingresó en el cuarto y prendió la luz. ¡Déjeme dormir! Grité, desgarrando mis entrañas, asustando hasta a mi propia sangre que seguía corriendo desgarbada todo mi uniforme. La mirada perdida, el verbo fuerte y el alma mustia, todas escucharon al anciano impasible: “La luz no hace bulla”, dijo, cerrando la puerta, mientras fijaba el desgano de mis ojos en la trompeta, en la prostituta esquinera que, de una forma u otra, si no hacía luz… haría bulla.

El Tambor Elefante (parte tres)


Un caballo pasó alegremente por la puerta de mi casa aquella mañana, la montura suelta parecía ajustarse por un milagro equino mientras el jinete caminaba como arrastrándose para mostrarle el camino a la bestia libre. El ingenuo animal parecía contento por su destino; arraigado y servicial, rechinaba sus dientes y levantaba el rabo luciendo el ébano de sus cerdas danzantes, reverenciando al alba. Sus crines oscuras se extendían hasta las primeras articulaciones de sus patas delanteras, viradas siempre hacia su derecha y majestuosas y lacias y bien definidas, cabellos mojados de chasqui presuroso, y colgando felices exhibían la contraparte de su musculosa envergadura. El équido se movía elegante y despacio, disfrutaba cada pequeño clac que producía el choque de sus cascos con el asfalto irregular que cubría la avenida en donde se hallaba la quinta; su pelaje marrón y su montura suelta querían saltar y expandirse y demostrar su libertad y la benevolencia del caballo. Todo él seguía a su amo cansino, con el sombrero de paja de lado y la camisa blanca abierta, como un chalán vagabundo reclutando piedrecitas para armar su casa. Todo él lo seguía, majestuoso y arrastrándose, contento y detrás del hombre, firme y con los ojos vendados.

Mis ojeras se confundían con la sombra del amanecer y la visión, indistinta del común de la gente, se me presentaba como un ángel. El chalán me miró fijamente, evaluándome con sus pequeños ojos grises y escupiendo un insulto mental azuzado con el desprecio e insatisfacción mañanera que genera llevar un caballo sin poder montarlo. Salí a la calle y me encontré con una larga procesión de animales dirigiéndose a un albergue infantil. Ni un solo auto quedaba en la calle, todos se largaban resignados y absortos en sus desgracias, todos cabizbajos y con sombreros de paja, y los animales limpios y felices por estar seguros que más tarde jugarían con unos dulces pequeños y aun más tarde estarían durmiendo entre heno y pasto en las granjas del pueblo más cercano. Los hombres, conscientes de que habían perdido todo, sólo seguían… esperando que se abra la tierra o que la carga sea demasiado pesada para avanzar, esperando que les sujeten los pies desde los dos costados y que su dulce marcha sea más lenta, tal vez un poco más injusta.

Los despedí con una mano, mi torso desnudo y bronceado simulaba un intento de sombra en la tosca avenida y mi brazo izquierdo oscilaba alto. Siempre observando, sabía que irían al matadero, que tenían deudas, que el  gobernador era sádico y que pasarían por un albergue de niños… lucían lindos sólo por la esperanza de ver el brillo en los ojos de los muchachos que imaginarían el circo más grande del mundo. De pronto se comenzó a escuchar, como todos los muertos andantes que convergen antes de confinar su suerte, la marcha fúnebre y la percusión de sus pasos, la coordinación semiarmónica que producía su sufrimiento, el tic tac de sus pisadas como quejándose ante sus dioses, aguardando el rayo maldito que sentencie su elegía. Siempre y sin querer, luchando contra la burla insomne de mi mala suerte, lanzando un adiós al caballo feliz, no había dejado de sonreír.

El Tambor Elefante (parte dos)


“Ave de mal agüero” le dicen por ser negra. Tendida sobre el asfalto matutino que recibe la puerta de mi casa, un pichón oscuro y desangrado pretendía augurar un desafío. Por las mañanas mis días son largos, después de quedar en la calle por sabia decisión de mis padres al revelarles mi afición musical me hospedé en cuanto lugar me pudo cobijar, y siempre dedicaba las primeras horas antes del mediodía al encuentro de mi hogar. Mi búsqueda meridional terminó cuando, tras tocar por milésima vez en el mismo bus de todos los días, me pasé de paradero: Satchmo me pareció siempre el perfecto músico, sus temas eran lo suficientemente bellos y comerciales, con sus canciones siempre aseguraba una buena propina y, por eso, sólo recurría a ellas en caso de emergencia. Llevaba un tiempo durmiendo en una banquita solidaria cuyo único gendarme era una pequeña gata que dormía conmigo y cuidaba mis pertenencias. El minino entendió pronto que teníamos que irnos, pasaron dos meses desde que llegué y nuevos invasores se aproximaban. La confianza nunca fue mi mayor virtud, horas enteras observando y sospechando fungieron como algo más que un sustento para mi estado de ánimo y los vecinos ingresantes no merecían mi simpatía, sobretodo porque despertaron un achaque somnoliento que definitivamente significó mi partida. Suscitaron temor y preocupación, bien fundados por supuesto, ya que luego me enteraría que aquellos desterrados eran unos enormes ladrones con casas de lujo en Chacarilla y trabajos de brujos en las calles quienes, cual político innato, disfrutaban y se adjudicaban el bien más pequeño del inhóspito y el olvidado porque sencillamente, a nadie le importan.

El bus de aquel día lucía jugoso y provocador, y la recompensa que hallé ahí fue más que gratificante. Toqué “La vie en rose” como burlándome de mí mismo y a un muchacho pareció hacerle gracia, no me dio propina, pero me entregó un papelito con dos direcciones, “En ésta puedes vivir… y en la otra puedes dormir. Tú decides” me dijo clavándome la mirada y deshaciendo mi miseria con aquellos ojos pardos que jamás olvidaría. Los dos pequeños números de tres dígitos se mostraban inocentes y tentadores en mi mano, me quedé en silencio como dos paraderos pensando en la rareza de lo común, pensando en aquel mundo tan lejano que algunos llaman oportunidad, creyendo que la aventura sucedía en otro país de otro mundo de otra dimensión de la puerta de mi casa, porque tal vez en otra realidad tendría una y sería feliz y haría el amor todas las noches con una mujer distinta encausada por su cariño contra mi almohada y camuflada en el rostro placentero de una esposa diligente, y tendría un perro que movería la cola al saludarme como escrudiñando mis bolsillos para hallar una croqueta que habría olvidado en la segunda gaveta del escritorio de la oficina de mi trabajo, y sería jefe, y jefe de los jefes de mis jefes (en la dimensión que soy empleado), y sonreiría tanto como lo harían mis hijos que escribirían cartas con crayones y cartón amarillo en las que errarían las tildes y las eses y los nombres y los crayones para desearme feliz día del padre en cualquier día menos ése y recibirlo con algarabía por el desconcierto de la sorpresa. Una mueca extraña se dibujó en mi rostro y mi fantasía fue gravemente interrumpida por el cobrador que me exigía retirarme del vehículo. Regresé a mi dimensión vagabunda y me di cuenta que el muchacho ya no estaba. Bajé y corrí para buscarlo, pero era tarde y anochecía en mi pensamiento. La mañana transcurrió soberbia, como todos los días, indiferente ante la desdicha de nuestras gentes; sin embargo, oscureció temprano en mis cavilaciones absurdas. No tenía una mísera moneda porque no pedí nada en el bus, y mi cabeza estaba cansada; atardecí ayunando y confuso, tenía miedo, pero jamás tuve algo que perder… ni aun al borde de la vida, consumiendo el riesgo cual alcohólico anónimo y preparando mis temores como cualquier borracho conocido.

Antes de caer la noche tomé una decisión: quería vivir.

El Tambor Elefante (parte uno)


Con la trompeta al hombro, los botines enterrados y el sudor en el piso, llegué a casa sonriente después de una larga faena musical. Enjuta y cabizbaja me esperaba celosa mi gata gris, que tres semanas antes había recogido de la calle después de tres semanas de darle migajas y ahora, faltando sólo tres horas para que ella me aloje en su antiguo hogar, me recibía con vergüenza de lo alegre que se ponía, como un niño enamorado. Deposité mi instrumento en la límpida esquina de la que se había adueñado y, después de intentar esterilizar mi hígado con un vaso de agua, caí en el oscuro colchón de dunlopillo transverso, siempre sonriendo, con la quijada adormecida ya del excelso uso de mi dentadura, y tracé otra línea en la cabecera del catre.

Dos copas vacías lucían tristes en el fondo del cuartucho y una botella de vino sin vino perfumaba amablemente el remanso de la estancia, disimulando su estado de cuchitril. Solía beber de ella y hacerla durar, pero hoy lo más cercano al brebaje que tenía era un óleo de un caballo reposando en una pradera amarilla, esperando flojo la pincelada que lo libere de su inerte prisión. Evalué rápidamente y por séptima vez el restante de mi habitación, deteniéndome graciosamente, y por séptima vez, en el dorado adminículo que me desafiaba desde la esquina opuesta, cual pugilista eólico, armonizando con mi sonrisa traviesa y el reflejo de la bombilla sobre nosotros, casi insultándome y desvistiendo sus sonoras intenciones conforme la vigilia se largaba con la modorra y bajaba la guardia esperando, sin esperanza, el golpe final que me condene al onirismo.

Perdí y, casi noqueado, viré hacia el lado derecho de mi cama: un vientecillo confundía al foco con un péndulo, haciéndolo oscilar dibujando el olor a noche y carajillos orgásmicos que se filtraban por una pequeña hendidura rajada en el alféizar de mi ventana; por poco podía verlo, el ritual insaciable se definía con las sombras y humores próximos que expedía la luz y saludaba el agujero; cubiertas las formas únicamente con el rubor de las cortinas, mas definiendo cada movimiento conforme la penumbra terminaba de inundar el recinto y cercenar el recibo de luz que no habían cancelado. La danza continuó mientras caía despierto, viendo el telón un poco abierto, las sombras impúdicas y oyendo el recital retozado que componía la percusión arrítmica sobre mi techo.