- ¡Dámela!
- Espera...
- Ya sabes cuál es el precio, tú decides muchacho.
Esperé a que terminaran de esperarme en el
sillón rojo de la pequeña sala en que me encontraba. No sabía qué hacer, todo
era una trampa… no hay otra salida: es ahora o nunca. Corregí mis pensamientos
en silencio, como aguardando algún milagro; sin embargo, nada sucedió. Pasé a
la habitación. “Aquí la tienes”, dije, esbozando la mejor de mis sonrisas.
“El Guardián se fue”, pensaría siempre. Ahora
vamos a dormir. Llegué a una quinta antigua con un par de edificios pequeños en
su interior, entré tropezando con las baldosas indefinidas que fungían de
portero y logré atravesarlas esforzándome un poco. La puerta maciza de cedro se
presentaba enorme ante mí, flaco y desgarbado, luciendo mi uniforme de pobretón
en mi rostro; larga y ancha se mostraba la tabla vertical que expedía astillas
conforme el primer toc se alejaba de ahí, seguí viendo el diseño marmoleado,
las grietas espantosas que simulaban sus cojones. Toc por segunda vez; y sonó
el resquicio, las rayas temblaron y la puerta se abrió.
Un señor enjuto salió a saludarme, no hizo
más. Me señaló con un dedo el otro edificio y se encogió en su guarida. La
única habitación que parecía abierta me recibió como a un hermano, no había
mucho: un catre duro adornado por una pintura extraña a sus pies, un baño lúgubre
con un travieso espejo circular y un pequeño bar que, por las botellas vacías
y el color de sus restos, fácilmente engañaría a un alquimista. Sentado y
optimista me empecé a desnudar. El agua helada recorrió mi cuerpo, lo cual
sentía como un castigo, y me susurraba que todo acababa de comenzar; relajante, el agua chorreaba por mis músculos, bostezando el aroma nocturno que sienten
los cuervos al despegar. Relajante el agua, menos yo. Me sentí azotado y
acariciado mientras me golpeaban con más fuerza, una lucha temperada surgía en
mi interior y el frío consumía lo poco que me quedaba de muerto. Tiritando, salí de ahí. Pronto descubrí que me había quitado el sueño, me arropé con una
bata vieja que encontré y me tiré en la cama.
Solo, esa era la respuesta. Estaba
absolutamente solo, pero no debajo de un puente, pero abandonando a mi gata,
pero sin un ventarrón con el que pelee, pero sin la acústica del río, pero con
un catre en qué dormir… solo, sin embargo. La noche se me resbaló durante las
primeras dos horas, contando las telarañas del techo, las hormigas de la
cabecera, las rajas de la mesita de noche, las gotas en las paredes de las
botellas vacías y los corchos rotos que había en el suelo. “I see trees or green, red roses
too… I see them bloom…” mientras sacaba la trompeta de su estuche, “for me and
you”, ¿and you? Ya no existe un “you”, estoy solo, acababa de
entenderlo. “And I think to myself…”, exacto, a nadie más… “What a wonderful
world”, empieza a cantar el viento, yo pensando: estoy vivo.
Un golpe seco despegó los últimos
retazos de polvo que conservaba mi techo. Salí tosiendo y en bata, la
intemperie siempre fue gélida, pero estaba acostumbrado y el agua era más vil. Subí las escaleras metálicas escuchando a cada paso el maldecir de sus baches y
el crujir de sus vertientes. Otra puerta abierta… una luz encendida. Una mujer
me recibió desnuda, era blanca, pálida es decir poco, y esparcía sus feromonas
por el suelo conforme se acercaba hacia mí. Era tarde, estaba adentro… la
puerta se cerró y, sin querer, estaba echando cerrojo; y, sin querer, me estaba
quitando la bata; y, sin querer, encontrando en un rincón a mi mascota asustada
y frente a mí a su clásica antagonista, supe que no podría dormir.
El Tambor Elefante (parte cinco)