El Tambor Elefante (parte cinco)



- ¡Dámela!
- Espera...
- Ya sabes cuál es el precio, tú decides muchacho.

Esperé a que terminaran de esperarme en el sillón rojo de la pequeña sala en que me encontraba. No sabía qué hacer, todo era una trampa… no hay otra salida: es ahora o nunca. Corregí mis pensamientos en silencio, como aguardando algún milagro; sin embargo, nada sucedió. Pasé a la habitación. “Aquí la tienes”, dije, esbozando la mejor de mis sonrisas.

“El Guardián se fue”, pensaría siempre. Ahora vamos a dormir. Llegué a una quinta antigua con un par de edificios pequeños en su interior, entré tropezando con las baldosas indefinidas que fungían de portero y logré atravesarlas esforzándome un poco. La puerta maciza de cedro se presentaba enorme ante mí, flaco y desgarbado, luciendo mi uniforme de pobretón en mi rostro; larga y ancha se mostraba la tabla vertical que expedía astillas conforme el primer toc se alejaba de ahí, seguí viendo el diseño marmoleado, las grietas espantosas que simulaban sus cojones. Toc por segunda vez; y sonó el resquicio, las rayas temblaron y la puerta se abrió.

Un señor enjuto salió a saludarme, no hizo más. Me señaló con un dedo el otro edificio y se encogió en su guarida. La única habitación que parecía abierta me recibió como a un hermano, no había mucho: un catre duro adornado por una pintura extraña a sus pies, un baño lúgubre con un travieso espejo circular y un pequeño bar que, por las botellas vacías y el color de sus restos, fácilmente engañaría a un alquimista. Sentado y optimista me empecé a desnudar. El agua helada recorrió mi cuerpo, lo cual sentía como un castigo, y me susurraba que todo acababa de comenzar; relajante, el agua chorreaba por mis músculos, bostezando el aroma nocturno que sienten los cuervos al despegar. Relajante el agua, menos yo. Me sentí azotado y acariciado mientras me golpeaban con más fuerza, una lucha temperada surgía en mi interior y el frío consumía lo poco que me quedaba de muerto. Tiritando, salí de ahí. Pronto descubrí que me había quitado el sueño, me arropé con una bata vieja que encontré y me tiré en la cama.

Solo, esa era la respuesta. Estaba absolutamente solo, pero no debajo de un puente, pero abandonando a mi gata, pero sin un ventarrón con el que pelee, pero sin la acústica del río, pero con un catre en qué dormir… solo, sin embargo. La noche se me resbaló durante las primeras dos horas, contando las telarañas del techo, las hormigas de la cabecera, las rajas de la mesita de noche, las gotas en las paredes de las botellas vacías y los corchos rotos que había en el suelo. “I see trees or green, red roses too… I see them bloom…” mientras sacaba la trompeta de su estuche, “for me and you”, ¿and you? Ya no existe un “you”, estoy solo, acababa de entenderlo. “And I think to myself…”, exacto, a nadie más… “What a wonderful world”, empieza a cantar el viento, yo pensando: estoy vivo.

Un golpe seco despegó los últimos retazos de polvo que conservaba mi techo. Salí tosiendo y en bata, la intemperie siempre fue gélida, pero estaba acostumbrado y el agua era más vil. Subí las escaleras metálicas escuchando a cada paso el maldecir de sus baches y el crujir de sus vertientes. Otra puerta abierta… una luz encendida. Una mujer me recibió desnuda, era blanca, pálida es decir poco, y esparcía sus feromonas por el suelo conforme se acercaba hacia mí. Era tarde, estaba adentro… la puerta se cerró y, sin querer, estaba echando cerrojo; y, sin querer, me estaba quitando la bata; y, sin querer, encontrando en un rincón a mi mascota asustada y frente a mí a su clásica antagonista, supe que no podría dormir.

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