“La luz no hace bulla” me decía
casi cantándome, arrullándome mientras besaba mi mejilla derecha. Mi madre era
adicta al temor… no sé si sobreviví al embarazo.
Sin querer la toqué cuando metí
mis manos en los bolsillos, persuadido por el frío ajeno que sucedía tras la
ventana. Sin querer la toqué y pronto jugaba, pensaba en la banalidad de la
vida, en que “sin querer” me había vuelto el ser más imbécil de este planeta y
que siempre estaría vivo y que eso me llevaría a morir dentro de poco.
Disfrutaba de la oscuridad como el manjar eximio y rarísimo en que se convertía
un trozo de pan por las mañanas, casi la veneraba y hasta me comunicaba con
ella: en las sombras distinguía las luces como estrellas sin brillo que,
sencillamente, se dedicaban a definir mi atmósfera para no hacerme daño,
prescindiendo de tonos y colores, y dotando de un carácter deceso a los objetos
para tratar de sentirme identificado, intentar encontrar dentro de ese
cuchitril la familia muerta que andaba buscando.
Tocaron la puerta mientras
cavilaba que habían pasado tres noches desde que llegué, y me di cuenta que
contaba en noches mas no en días, ¿y cuántos días habían pasado? Uno, mil…
¿tres? Sí, tres noches, no había duda, porque los hechos no mentían: desde
aquel día (o noche) el sueño se desvaneció, mis días eran dobles, casi como las
noches, y absurdos sin lugar a duda. El mal olor de mi vigilia constante se
fusionaba con el aroma extinto de algún cadáver olvidado justo debajo de mis
pies, esperando a su amante, a su media naranja insomne… y como no pudo con la
puta, lo intentaría conmigo, es seguro, algo peor me espera (¿peor que qué?).
Es peor, indefectiblemente peor, y justo debajo de mis pies. ¡Mira! Estoy
parado. Tocaron la puerta mientras miraba el suelo, queriendo atravesarlo y
descifrar de una maldita vez la verdadera razón de mi cárcel, por qué estaba
preso en mi libertad y mi vida sufría convicta en el que, absolutamente
convencido, sería mi lecho de muerte. ¿Dónde me enterrarían? ¿Mis ojos estarán
abiertos o cerrados? Tal vez estoy hechizado, debe ser un conjuro, una pegatina
invisible contra mis párpados, pero quiero poder descansar aunque sea ahí, sólo
una vez. Ya no quiero. Corrí hacia el baño, cuidando específicamente cada paso:
derecha, izquierda, derecha, tropezón, derecha… El lavatorio seguía limpio, con
el espectro gris cubriéndolo, debía ser rosa, como la vida. No hay nada en el
espejo, todo está oscuro, pero mis ojos… ¡Mis ojos! Ahí están, firmes, oscuros,
derruidos, pero visiblemente abiertos. Tocaron la puerta mientras seguía
despierto.
El espejo estalló junto conmigo.
Ensangrentado, grité, salté, golpeé el techo llamando a la gata, me deslicé por
la puerta entreabierta, paso, paso, derecha, salto, derecha, grito, derecha,
caigo. Estoy jodidamente vivo… no hay opción. Me recosté en la cama, observando
las pequeñas manchas negras que dibujaban mi alboroto. Qué bonito mapa… El
viejo ingresó en el cuarto y prendió la luz. ¡Déjeme dormir! Grité, desgarrando
mis entrañas, asustando hasta a mi propia sangre que seguía corriendo
desgarbada todo mi uniforme. La mirada perdida, el verbo fuerte y el alma
mustia, todas escucharon al anciano impasible: “La luz no hace bulla”, dijo,
cerrando la puerta, mientras fijaba el desgano de mis ojos en la trompeta, en
la prostituta esquinera que, de una forma u otra, si no hacía luz… haría bulla.
El Tambor Elefante (parte cuatro)