El Tambor Elefante (parte cuatro)


“La luz no hace bulla” me decía casi cantándome, arrullándome mientras besaba mi mejilla derecha. Mi madre era adicta al temor… no sé si sobreviví al embarazo.

Sin querer la toqué cuando metí mis manos en los bolsillos, persuadido por el frío ajeno que sucedía tras la ventana. Sin querer la toqué y pronto jugaba, pensaba en la banalidad de la vida, en que “sin querer” me había vuelto el ser más imbécil de este planeta y que siempre estaría vivo y que eso me llevaría a morir dentro de poco. Disfrutaba de la oscuridad como el manjar eximio y rarísimo en que se convertía un trozo de pan por las mañanas, casi la veneraba y hasta me comunicaba con ella: en las sombras distinguía las luces como estrellas sin brillo que, sencillamente, se dedicaban a definir mi atmósfera para no hacerme daño, prescindiendo de tonos y colores, y dotando de un carácter deceso a los objetos para tratar de sentirme identificado, intentar encontrar dentro de ese cuchitril la familia muerta que andaba buscando.

Tocaron la puerta mientras cavilaba que habían pasado tres noches desde que llegué, y me di cuenta que contaba en noches mas no en días, ¿y cuántos días habían pasado? Uno, mil… ¿tres? Sí, tres noches, no había duda, porque los hechos no mentían: desde aquel día (o noche) el sueño se desvaneció, mis días eran dobles, casi como las noches, y absurdos sin lugar a duda. El mal olor de mi vigilia constante se fusionaba con el aroma extinto de algún cadáver olvidado justo debajo de mis pies, esperando a su amante, a su media naranja insomne… y como no pudo con la puta, lo intentaría conmigo, es seguro, algo peor me espera (¿peor que qué?). Es peor, indefectiblemente peor, y justo debajo de mis pies. ¡Mira! Estoy parado. Tocaron la puerta mientras miraba el suelo, queriendo atravesarlo y descifrar de una maldita vez la verdadera razón de mi cárcel, por qué estaba preso en mi libertad y mi vida sufría convicta en el que, absolutamente convencido, sería mi lecho de muerte. ¿Dónde me enterrarían? ¿Mis ojos estarán abiertos o cerrados? Tal vez estoy hechizado, debe ser un conjuro, una pegatina invisible contra mis párpados, pero quiero poder descansar aunque sea ahí, sólo una vez. Ya no quiero. Corrí hacia el baño, cuidando específicamente cada paso: derecha, izquierda, derecha, tropezón, derecha… El lavatorio seguía limpio, con el espectro gris cubriéndolo, debía ser rosa, como la vida. No hay nada en el espejo, todo está oscuro, pero mis ojos… ¡Mis ojos! Ahí están, firmes, oscuros, derruidos, pero visiblemente abiertos. Tocaron la puerta mientras seguía despierto.

El espejo estalló junto conmigo. Ensangrentado, grité, salté, golpeé el techo llamando a la gata, me deslicé por la puerta entreabierta, paso, paso, derecha, salto, derecha, grito, derecha, caigo. Estoy jodidamente vivo… no hay opción. Me recosté en la cama, observando las pequeñas manchas negras que dibujaban mi alboroto. Qué bonito mapa… El viejo ingresó en el cuarto y prendió la luz. ¡Déjeme dormir! Grité, desgarrando mis entrañas, asustando hasta a mi propia sangre que seguía corriendo desgarbada todo mi uniforme. La mirada perdida, el verbo fuerte y el alma mustia, todas escucharon al anciano impasible: “La luz no hace bulla”, dijo, cerrando la puerta, mientras fijaba el desgano de mis ojos en la trompeta, en la prostituta esquinera que, de una forma u otra, si no hacía luz… haría bulla.

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