Ana María prestó un sol y al día siguiente el
cielo se lo devolvió con intereses. Dijo que fue un día bueno, que “las cosas”
no podían ser mejores y que el azul de su sonrisa y los saltitos en el suelo.
Dos chinches amarillos adornaban sus zapatos escolares y las mediecillas azules
rozaban el borde de los tobillos, espías imperfectos de una moral arcaica.
Dijo, entre otras “cosas”, que su casa quemada y que el bicho raro, dijo
también que un ángel se le apareció y desapareció mientras parpadeaba; según
ella, era pelado y conservaba viejas cicatrices en el antebrazo, portaba un
viejo violín y bostezaba ilógicamente. Anita era pequeña y casi muda, por lo
que decía; despertaba intereses oscuros en los claros más grises, y su virtual
inocencia contrastaba pícaramente con su grande mirada.
Regresó de la escuela harta de las “cosas”
que la fastidiaban, meneando su falda escocesa. Distraída porque dijo que fue
un día bueno y tal vez no lo fue, pero qué lo era… con tal, las “cosas” no
podían ser mejores. Y es que, habiendo perdido toda esperanza, nada puede ser
mejor. “La esperanza es consuelo de mediocres” oyó decir. Consejo equivocado.
Regresó a casa convencida de su buena suerte, despeinada y sonriente; regresó y
salió apenas hubo comido.
Un par de mendigos la acosaron. Fue curioso
porque la conocían de toda la vida, nunca débil, no tenía tiempo para esas
“cosas”. La rodearon risiblemente; ella, contenta, sonreía porque nada podía
ser mejor. La muchacha, perpleja, pudo verse intimidada por el par de cómicos
monetarios que se acercaban, mas su valentía procaz y la voluntad de hierro que
presumía (entre otras “cosas”) la invitaron a negociar. Cinco, no, tres, uno,
listo. Una ficha, un mango, una luca, un nuevo sol, una “cosa”. El precio de la
no prostitución de sus desventajas fue fijado una tarde de otoño, casi a las
tres de la tarde, el pago siendo testigo fiel desde arriba. Claro, fue un
préstamo.
“Cosas”, podría hasta ser una revista de todo
lo innombrable, lo que tiene que ser una cosa porque nada más entra en el
vocabulario. No es que no sepa nombrarla, sino que hacerlo es admitir una
derrota; entonces, entre otras “cosas”, puede seguir viviendo, porque nada
puede ir mejor.
La deuda fue pagada, presa del conformismo,
porque la muchacha de ojos carmesí oscuro y pálido (pardo) no se lo planteó.
Dulce y veloz se alejó profundamente de su inherente cosedad, la maldición de
su sonrisa. Descubrió que todo puede ser mejor, siempre y cuando esas “cosas”
se llamen por su nombre. Reconoció en su uniforme desordenado, en la pulcra
blusa y sus amplios tirantes su complejidad si fueran meras “cosas de la vida”,
ambivalencias gramaticales de un estado de sitio.
Al día siguiente todo seguiría igual, excepto
por aquello que no entra en la lista. Ana María, un personaje incómodo,
temerosa de nadar por esos ríos metafísicos, pero navegándolos de todos modos:
una aprendiza de Maga. Una muchacha rodeada por mariposas amarillas, divorciada
de Babilonia. Una diosa troyana, reclamada (como prisionera) por su propia
riqueza. Un cronopio que no es cronopio que es fama, pero no es fama, pero bien
podría ser esperanza.
Por ahí se completa el nadir, la traducción
del temor en hospicio. La locura de un rostro feliz, la gracia de saberse
cuerdo. El sol la hace sonreír, tal vez porque le pagó o limó asperezas con el
destino, quién sabe. Al final, el sabor
de su barquillo metafísico se define por el agua que no probó… porque la
esperanza, niña, no está en el cielo.
¡Qué Dios te lo pague!