Anti-catarsis


Aquí otro soneto, sería interesante una reflexión, pero me resulta aburrido; prefiero dejárselo a ustedes.


Hoy me siento más poeta que nunca;
Hoy, que no puedo escribir poesía.
La vacía prosa que, estancada,
No maquina una triste melodía.

Ayer reía en la alameda trunca,
Nadando en copas de melancolía.
Desistía, la parsimonia helada,
A soltar las lágrimas de mi hombría.

Mas construía, la máquina fútil,
Escupiendo aceite hacia mi renuencia
Y confundiendo la dura labor

De no toparme con el estupor.
Porque un inane sentir o su ausencia
Generan demencia o un verso inútil.

Agosto

La paradoja incesante del mes de agosto me obliga a retomar la poesía, después de meses les traigo un soneto.

Despegó en mi pecho la algarabía
El incansable furor de soprano
Un par de sustos, un retraso vano
Y cantó el oasis de mi elegía.

Aquel matiz de sueños y alegría
Propiedad implacable de mi hermano
Obligóme a saberlo de antemano:
Corazón, vislumbraba la amnistía;

Se encontraron de nuevos los extraños
Y recordaron su toreo fuerte.
Pero en la vida no se disfruta un baño

Aunando los despechos de la suerte
Sin que la parca anuncie el desengaño
Y destierre a una persona hacia la muerte.

Desdicha A Picotazos


Un hombre pobre, pobre por las circunstancias que la vida le debía, deambulaba por la playa todos los días. Velaba las noches en las frías bancas de un parque aledaño. Sí, es un ambiente frío y costeño, el sol sonríe de vez en cuando, las aves vuelan y destellan lágrimas al ocaso en cada avenida.

El hombre aprendió a sufrir desde su infancia, desde que, jugando con aquel trompo, trazó la línea que dividiría su personalidad; nuestro personaje desenvainó fuertemente su juguete y lo introdujo en una rotación fantástica, voló alto, sobrevoló los sueños de la niñez clásica, giró y giró y viró perpendicularmente hacia el auto del vecino, describió una magistral curva, la parábola del demonio, rayó el capot por la mitad, el trompo cayó y se deslizó suavemente por la pista, un autobús lo arrolló, y por el impacto salió despedido atravesando la luna del auto. El niño corrió hasta tropezarse con un arbusto dos cuadras más allá; una piedra cuneiforme se encargó de marcarlo de por vida, una lapicera frustró su educación, una botella lo consolaría años después.

Recordaba pasajes como ésos todos los días, observando los puntos en su brazo izquierdo, y la vida se le escapaba cada vez que caía en su vicio cerebral. Buscando el cómo rehabilitarse de un mal que nunca buscó, de un devenir injustificado, de una demanda quimérica y una excusa de la mala suerte, encontró una vela prendida al lado de un árbol, se limitó a apagarla, esperando vengarse de algún dios insomne, despojando de la luz inocente a un ser inocente que alumbraba a un árbol inocente que albergaba inocentes insectos que hallaban su seguridad en la inocencia del candor ajeno. Esperó y esperó día y noche, vigilando la vela oscura sólo para que alguien tropiece, que el árbol decaiga, un fruto marchito.

Esperó hasta que una paloma, defecando a su lado, decidió hacerle compañía, se posó en su hombro y le picoteó el cuello, provocándole inmediatamente una herida leve. Parándose enajenado y amargo con el ave intentó espantarla saltando eufóricamente, después de otro picotazo, el ave se fue. Frustrado, el hombre corrió hacia la avenida situada al lado del parque en donde se hallaba, y tropezó con la vela inerte que, por el paso del tiempo, se había llenado de musgo y astillas, maquillando la débil planta de su pie derecho. Corrió sufriendo, pellizcando el mínimo nervio a cada paso, hasta golpear a un anciano fornido cuya reacción fue propiciarle un severo puñetazo en el rostro que lo desvió hacia la pista, desplomándose en el asfalto.

“Papá”, alcanzó a decir, un segundo antes de que un autobús lo arrollara, aún llevando la marca del trompo en su llanta delantera; nuestro protagonista, maquinando un gesto obsceno con la siniestra, aún mostrando el estigma de su vida, la cicatriz en el brazo.

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Este cuento lo escribí hace algunas semanas, en la madrugada del 22 de julio del año 2012, fruto de la curiosidad etílica que el letargo halló como antídoto al devenir de una falsa soledad.

El Tango de la Blackjack


En Las Peñas del Risco, una mujer taciturna consumía su piqueo con la decencia que ameritaba el lugar en el que se sentaba. Pisco sour y una jarra de chicha de jora adornaban el exigente paladar de dicha dama, que exigía demasiado al oscuro recinto. Dos asientos vacíos dejaban sentir su presencia en la mesa número ocho, y la trece, en jaque por su ubicación embarazosa, culpaba a su vecina por la poca intimidad infundida; la uno, siempre vacía, lista para asaltar al turista incauto que se aventure a soportar el frío y la lluvia de la invernal ciudad costeña, el raudo ventilar de la comida y el cruel deshielo de los licores; la última, la Blackjack, en un apartado e iluminado y exclusivo y elegante sector del bar, contrasta con el resto del local. Precedida por cortinas púrpuras y tul negro, ubicada en una semi-rotonda distante con techo en forma de copa y con una araña lujosa alumbrando la mesa central; sillones de cuero y tulipanes morados en el respaldar, ordenados en forma de zigzag, apuntaban a la enorme ventana, fungiendo de observador hacia el océano Pacífico.

Una noche lluviosa y una marea furiosa era el espectáculo que divisaba Julieta desde la Blackjack, comiendo y bebiendo mientras esperaba a su invitado, oyendo un tango en el centro del bar. “Pero el viajero que huye,  tarde o temprano detiene su andar”, cantaba Gardel al ritmo del beso apasionado de una pareja danzante. Entre sillas burlonas y copas secas se movía la escasa gente nocturna que, por alguna razón extraña, había ido a parar a Las Peñas del Risco; un aura humeante se dejaba respirar en el bohemio salón, y en la pureza de la Blackjack, el calor del clima hostil. Tres parejas jóvenes en la pista de baile, desacostumbradas al ritmo forense, admiraban el tango como una oportunidad excéntrica, dejándose llevar por sus vagos impulsos, casi rompiendo con la fineza de la música y consultando el reloj de rato en rato para ver si se cumplían sus objetivos. Algunas más sentadas, bebiendo, riendo, llorando; otros entes solitarios entretenidos en su distintivo pesar y entreteniendo a la divertida Julieta, que esperaría paciente por una hora más.

-          Hola ¿Está ocupado?
-          No, dale, siéntate.
-          Gracias ¿Cómo te llamas?
-          Julieta Ramos, ¿Y tú?
-          ¡Asu, con apellido y todo! ¿Yo? Romeo, pues.
-          No me jodas, ¿En serio?
-          ¡Jajaja! No, me llamo…
-          ¿¡Señor!, puede retirarse, por favor? – Sentenció el maestro.
-          Perdóneme – Exclamó preocupado y, antes de retirarse, se dirigió a Julieta – Oye, el jueves en el Risco a las nueve. Aquí la dirección; nos vemos.

Recordó aquel pasaje al pasar un barquito de madera en el océano, y resolvía que todo sería una farsa. “La música nunca deja de sonar, no le importa si estás sola” pensó, mientras cogía su cartera decidiendo dejar el lugar. Un ruido ensordecedor interrumpió el tango por un momento, “Truenos en Lima” se oyó por ahí, la noche seguía. Julieta se levantó, abandonando la nostalgia de la Blackjack y su oculta costumbre de dejar siempre un asiento vacío, mesa para dos. Casi en la puerta, a la orilla de la intemperie, le dio un último vistazo al bar, la Blackjack estaba limpia de nuevo, un tulipán terminó en la pista de baile, aún quedaba una pareja entretenida por la melodía, mesa ocho desierta, y en alguna otra, jarra vacía, aroma de pisco sour, sopor vencido, la mujer taciturna de pronto reía acompañada, antes de ingresar al sueño del tango. Julieta se retiró acompañada por un trueno anticipando a Gardel: “Caminito amigo, yo también me voy”.