En Las Peñas del Risco, una mujer taciturna
consumía su piqueo con la decencia que ameritaba el lugar en el que se sentaba.
Pisco sour y una jarra de chicha de jora adornaban el exigente paladar de dicha
dama, que exigía demasiado al oscuro recinto. Dos asientos vacíos dejaban
sentir su presencia en la mesa número ocho, y la trece, en jaque por su
ubicación embarazosa, culpaba a su vecina por la poca intimidad infundida; la
uno, siempre vacía, lista para asaltar al turista incauto que se aventure a
soportar el frío y la lluvia de la invernal ciudad costeña, el raudo ventilar
de la comida y el cruel deshielo de los licores; la última, la Blackjack, en un
apartado e iluminado y exclusivo y elegante sector del bar, contrasta con el
resto del local. Precedida por cortinas púrpuras y tul negro, ubicada en una
semi-rotonda distante con techo en forma de copa y con una araña lujosa alumbrando
la mesa central; sillones de cuero y tulipanes morados en el respaldar,
ordenados en forma de zigzag, apuntaban a la enorme ventana, fungiendo de
observador hacia el océano Pacífico.
Una noche lluviosa y una marea furiosa era el
espectáculo que divisaba Julieta desde la Blackjack, comiendo y bebiendo
mientras esperaba a su invitado, oyendo un tango en el centro del bar. “Pero el
viajero que huye, tarde o temprano
detiene su andar”, cantaba Gardel al ritmo del beso apasionado de una pareja
danzante. Entre sillas burlonas y copas secas se movía la escasa gente nocturna
que, por alguna razón extraña, había ido a parar a Las Peñas del Risco; un aura
humeante se dejaba respirar en el bohemio salón, y en la pureza de la Blackjack,
el calor del clima hostil. Tres parejas jóvenes en la pista de baile,
desacostumbradas al ritmo forense, admiraban el tango como una oportunidad
excéntrica, dejándose llevar por sus vagos impulsos, casi rompiendo con la fineza
de la música y consultando el reloj de rato en rato para ver si se cumplían sus
objetivos. Algunas más sentadas, bebiendo, riendo, llorando; otros entes
solitarios entretenidos en su distintivo pesar y entreteniendo a la divertida
Julieta, que esperaría paciente por una hora más.
-
Hola ¿Está ocupado?
-
No, dale, siéntate.
-
Gracias ¿Cómo te llamas?
-
Julieta Ramos, ¿Y tú?
-
¡Asu, con apellido y todo! ¿Yo? Romeo, pues.
-
No me jodas, ¿En serio?
-
¡Jajaja! No, me llamo…
-
¿¡Señor!, puede retirarse, por favor? – Sentenció el maestro.
-
Perdóneme – Exclamó preocupado y, antes de retirarse, se dirigió a
Julieta – Oye, el jueves en el Risco a las nueve. Aquí la dirección; nos vemos.
Recordó aquel pasaje al pasar un barquito de
madera en el océano, y resolvía que todo sería una farsa. “La música nunca deja
de sonar, no le importa si estás sola” pensó, mientras cogía su cartera decidiendo
dejar el lugar. Un ruido ensordecedor interrumpió el tango por un momento, “Truenos
en Lima” se oyó por ahí, la noche seguía. Julieta se levantó, abandonando la
nostalgia de la Blackjack y su oculta costumbre de dejar siempre un asiento
vacío, mesa para dos. Casi en la puerta, a la orilla de la intemperie, le dio
un último vistazo al bar, la Blackjack estaba limpia de nuevo, un tulipán
terminó en la pista de baile, aún quedaba una pareja entretenida por la melodía,
mesa ocho desierta, y en alguna otra, jarra vacía, aroma de pisco sour, sopor vencido,
la mujer taciturna de pronto reía acompañada, antes de ingresar al sueño del
tango. Julieta se retiró acompañada por un trueno anticipando a Gardel: “Caminito
amigo, yo también me voy”.
Anti-catarsis