Desdicha A Picotazos


Un hombre pobre, pobre por las circunstancias que la vida le debía, deambulaba por la playa todos los días. Velaba las noches en las frías bancas de un parque aledaño. Sí, es un ambiente frío y costeño, el sol sonríe de vez en cuando, las aves vuelan y destellan lágrimas al ocaso en cada avenida.

El hombre aprendió a sufrir desde su infancia, desde que, jugando con aquel trompo, trazó la línea que dividiría su personalidad; nuestro personaje desenvainó fuertemente su juguete y lo introdujo en una rotación fantástica, voló alto, sobrevoló los sueños de la niñez clásica, giró y giró y viró perpendicularmente hacia el auto del vecino, describió una magistral curva, la parábola del demonio, rayó el capot por la mitad, el trompo cayó y se deslizó suavemente por la pista, un autobús lo arrolló, y por el impacto salió despedido atravesando la luna del auto. El niño corrió hasta tropezarse con un arbusto dos cuadras más allá; una piedra cuneiforme se encargó de marcarlo de por vida, una lapicera frustró su educación, una botella lo consolaría años después.

Recordaba pasajes como ésos todos los días, observando los puntos en su brazo izquierdo, y la vida se le escapaba cada vez que caía en su vicio cerebral. Buscando el cómo rehabilitarse de un mal que nunca buscó, de un devenir injustificado, de una demanda quimérica y una excusa de la mala suerte, encontró una vela prendida al lado de un árbol, se limitó a apagarla, esperando vengarse de algún dios insomne, despojando de la luz inocente a un ser inocente que alumbraba a un árbol inocente que albergaba inocentes insectos que hallaban su seguridad en la inocencia del candor ajeno. Esperó y esperó día y noche, vigilando la vela oscura sólo para que alguien tropiece, que el árbol decaiga, un fruto marchito.

Esperó hasta que una paloma, defecando a su lado, decidió hacerle compañía, se posó en su hombro y le picoteó el cuello, provocándole inmediatamente una herida leve. Parándose enajenado y amargo con el ave intentó espantarla saltando eufóricamente, después de otro picotazo, el ave se fue. Frustrado, el hombre corrió hacia la avenida situada al lado del parque en donde se hallaba, y tropezó con la vela inerte que, por el paso del tiempo, se había llenado de musgo y astillas, maquillando la débil planta de su pie derecho. Corrió sufriendo, pellizcando el mínimo nervio a cada paso, hasta golpear a un anciano fornido cuya reacción fue propiciarle un severo puñetazo en el rostro que lo desvió hacia la pista, desplomándose en el asfalto.

“Papá”, alcanzó a decir, un segundo antes de que un autobús lo arrollara, aún llevando la marca del trompo en su llanta delantera; nuestro protagonista, maquinando un gesto obsceno con la siniestra, aún mostrando el estigma de su vida, la cicatriz en el brazo.

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Este cuento lo escribí hace algunas semanas, en la madrugada del 22 de julio del año 2012, fruto de la curiosidad etílica que el letargo halló como antídoto al devenir de una falsa soledad.

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