“¡La tierra es jodidamente plana!” Se le oyó
decir al loco; transeúnte quimérico que se hallaba en plena avenida desviando
autos por doquier y llevando un cartel amarillento colgado en el cuello,
sesgado por los bordes y astutamente descuidado, que resaltaba un temeroso
“2012” con grandes letras rojas. El orate vestía un terno azul noche y zapatos
de charol negros, guantes de cirujano por si las dudas y un pañuelo celeste
tornasolado que le cubría la sedosa melena; su cabello castaño, envejecido y
opaco por el irritante sol de mediodía, le llegaba hasta la cintura, y una
pequeña barba de una semana pretendía ocultar los cortes en la quijada; tenía
pómulos retraídos por un aspecto cabizbajo que, de una forma extraña, inspiraba
respeto; unos ojos lluviosos fijos a
cada tramo del asfalto circundante y una voz melosamente ronca que acariciaba
raspando las bocinas de los vehículos temblorosos.
El cadáver, porque dicho hombre iría a morir
pronto, clavó su mirada en un auto azul que combinaba perfectamente con su
atuendo y se adelantó a grandes zancadas, desafiando los frenos agonizantes y
los chirridos estridentes de las viejas maquinarias andantes, empujó a los
policías curiosos que, minutos antes lo observaban al lado de algunas patrullas
estacionadas, empezó a correr y, súbitamente, el tráfico se veía aliviado y la
eclosión vehicular dibujaba una especie de anillo entre el demente confeso y el
conductor decidido. Segundos antes de morir, el sujeto cambió su discurso:
“¿Por qué la aplastaste?” gritó, desgarrando los últimos resquicios de sus
cuerdas vocales, sangrando sutilmente, desenfundando un revólver oculto en su
saco, aventando el cartel destartalado, improvisando un brinco de piedra,
blanqueando los ojos, arrodillándose frente al auto y falleciendo en el acto.
El sedán azulino se detuvo a su lado; dos
muchachos de apariencia senil, embutidos en batas grises y portando botas y
guantes de goma amarillos, recogieron al chiflado del suelo para depositarlo en
la maletera del coche. Se largaron al instante y la policía comenzó con su
ardua labor. Los efectivos despejaron las pistas, despacharon a los curiosos y
respondieron a sus preguntas tan inocente como torpemente, repartieron flashes
de comunicados oficiales al que lo requiera y enviaron a una patrulla a
perseguir al conductor en fuga. Todo sucedió en la tranquilidad de un día
normal y así acabó, sin mayor interés. Algunos pocos se preguntaron por qué los
celulares se quedaron súbitamente sin señal y fueron prácticamente inutilizables
durante una hora; los operadores los resarcieron con nuevos equipos o crédito y
ahí terminó.
Un día después todo continuaba nublado, un
chico se aproximaba a los choferes y transeúntes cuando el semáforo indicaba el
rojo respectivo para venderles periódicos y titulares, los árboles sonreían
hipócritamente al paso del tiempo y la patrulla persecutora reposaba en una
esquina aguardando a un incauto para chantarle una papeleta piadosa. Un diario
se dejó ver cayendo en la pista ante el descuido del muchacho, el titular era
tan inusual como siempre… “Todo continúa normal”.
Le Moment – Mémoire I: Paranoïa