La Boda


Mi agnóstica irrealidad me impediría estar ahí, elegante, bien tiza y pintado para muchos, demasiado sobrio para mi gusto. Siempre tuve la certeza de que me faltaban unas copas encima, algún shot miserable que se atreva a distraerme y abstraerme y hasta salvarme de la tortura cruel que estaba sufriendo. Sin embargo, ahí parado y tentado por los diversos disfraces cortos y blancos, y las traviesas sonrisas que alentaban mi inmaduro instinto de procrastinación, mi lealtad jamás estaría en duda, puesto que acepté ser el padrino de bodas de un gran amigo mío.

Él: nervioso, tembloroso y emocionado, esbozaba una amplia sonrisa cuya razón hasta ahora desconozco, jamás me atreví a preguntarle si fue por miedo, frustración, nervios, apariencias, felicidad, gozo, alegría, amor o estupidez. Llevaba un traje negro, cuya opacidad brillaba a lo ancho del altar, una espléndida camisa blanca y una corbata del mismo color, así como un pequeño pañuelo albino que guardaba en la solapa y una dulce orquídea que cogía temeroso con la mano izquierda.

Ella: desaparecida como tenía que estar y nerviosa como debía permanecer, divagaba perdida en algún lugar del templo, esperando el momento propicio para hacer su ingreso triunfal. Un vestido de encaje blanco y unos finos tacones similares adornaban la hermosa tiara de plata que coronaba el velo de seda del que, un rato más tarde, se vería despojada. La eterna muchacha se casaría pronto y, buscando el bouquet o sollozando sus miedos, mantendría a todos a la expectativa.

Yo: ansioso.

Me eligieron padrino y la conmoción me llevó a aceptar. Había olvidado lo aburridas que son las misas con su olor a nácar y a naftalina, y había olvidado también mi deseo trepidante de secuestrar el vino sacro que ocultaba el padre en algún lugar. Supuse que ésa era mi misión, y el alcohol me distrajo hasta el cenit del evento, o al menos el deseo de hallarlo.

Sucede que la novia demoraba más de lo debido y los cuchicheos eran cada vez más evidentes. Había una vieja gorda, cuyo vestido color camote reflejaba los desquites del verano y cuya sonrisa hipócrita hacían menos agradable mi estancia en el lugar. Es decir, ¿por qué la sonrisa? Ni siquiera ha aparecido la novia. Pero no, las cuarentonas empezaban a impacientarse, las cincuentonas a imitar a la señora y las sesentonas a olfatear un baño. En cuanto a los hombres, la sinfonía magistral de los hambrientos recodos de sus fajas componía un halago al prometido, pues sonaba casi como un aplauso. Se podría decir que disimulaban o que no compraron el triple que la abnegada cocinera clerical vendía en la entrada; de una forma u otra la iglesia invocó un barullo poco común.

El organista nervioso empezó a tocar lo que sabía, dejando notar su falta de experiencia. Sonó un intento de Beethoven con Mozart y Wagner con Mendelssohn, pero claro, nadie entendía el mamarracho que sucedía más arriba. El novio, mi amigo, compadre, confidente y cuasi-pareja empezaba a sudar frío, se notaba por el estado de la orquídea que lentamente viró de blanco a gris conforme pasaban los minutos; e, impaciente, me dijo que quería ir a buscarla…

-          ¿Estás loco? Mira cómo suda la tía… si te vas su cirujano se queda sin trabajo. Tranquilo, el lío será peor si desapareces.

Supongo que eso habrá servido para calmarlo porque, aunque no se rio, se mantuvo en su sitio.

La primera incidencia ocurrió a los dos minutos cuando un señor de unos ochenta años, que al parecer nadie conocía, se levantó y empezó a circular el rumor de que la novia andaba muerta por un desmayo que le produjo el soslayo de una imaginación sin precedentes. Sí, muerta por un desmayo, sin embargo la gente, hambrienta de chisme, lo tomó como cierto y, minutos después, el octogenario recibía la noticia de que la “composición” del organista fue preparada para su muerte.

La segunda también tuvo a otro viejito como protagonista, esta vez no tan mayor (La señora camote aseveró que aún ejercía con plenitud y destreza sus facultades masculinas), pero de un aspecto cansino. El señor se retiró “al baño” y nunca más apareció. “Al fin alguien tuvo la valentía de hacerlo” pensé, pero no… de pronto la novia estaba viva y aquel fue su amante por seis largos años con el que se habría dado a la fuga porque el cobarde no soportaría la vergüenza de decir: “Yo me opongo”.

Los suegros, muertos de risa con lo que sucedía, reflejaban la antítesis de la situación (casi) conyugal. El novio continuaba nervioso y quería largarse a buscar al amor de su vida. Y lo habría hecho, y lo habría dejado hacerlo, si no fuera porque de pronto, percibimos a un acólito deslizarse por un pasillo de la sala portando, cual bota de navidad, el bastón de las limosnas que el cura, minutos antes, le había entregado. Salieron un par más y para mí fue suficiente. Me largué del templo a paso firme y por la alfombra roja. La gente empezaba a mirarme contrariada y perpleja, pero yo seguía avanzando, pues no tenía la mínima intención de darle dinero al padre. Salgo y me encuentro con la señora cocinera, resuelto y distraído (Y queriendo cobrar protagonismo en la festividad) le pregunto si había visto a la novia salir. Me responde que no, pero que la vio correr en el patio lateral. Para mí, de nuevo, fue suficiente. Ingreso a una habitación tras cruzar un pequeño jardín de magnolias y fresas, y encuentro en una vieja mesa de roble un triple a medio comer, un aroma extrañamente familiar, una carcajada otoñal desde el pórtico y una pequeña botellita de colirio.

Sonaban las campanadas que marcarían el inicio del matrimonio; mientras, yo me embutía el resto del sánguche y descansaba en el recinto. Transcurrió un minuto feliz hasta que se detuvieron las campanas de golpe; yo, cagándome de risa, recaía en que ahora me andarían buscando.

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