Hasta
el bodeguero de la esquina, en el borde del pequeño zaguán de su latino hogar,
había percibido el perfume inocente que destiló la muchacha aquella tarde. Los
dientes trashumantes migrando al terreno estival de su cortina curva, y su
andar gracioso derritiendo el polvo en forma de pequeños tacones cuadriculados,
conformaron la determinación para distraer al incauto hocico masculino. Consiguió
el frasquillo en el mercado de pulgas local. Pereció en el mismo lugar. Lo
rentó por un amargo adiós, por una fría despedida.
La
fantasía aromática que suscitaban sus ojos de pequeña, al desfallecer cada
frasco de la tienda, produjo un trauma inusual. Fue la historia contada, como
un chisme maltrecho y generando miedo, hasta convertirse en estupor. La magia
del olor masoquista y del envase roto desgastó enormemente la imaginación de la
amistad recién concretada, del jardín de infantes y sus pequeños protagonistas.
Se
visitaron como acordaron sus madres y, muñeca recelosa en mano, decidieron
jugar a ser grandes. Resulta que la infancia noventera en Perú se revuelca en
su antepasado místico y el descubrimiento de culturas pseudo-occidentales atañe
en las progenitoras la capacidad de un afloramiento tardío. Loras y cotorras
aguardan impacientes su cháchara onomatopéyica en la fría estancia aledaña
mientras madres e hijas las imitan en la sala rojiza.
Dos
muebles adornaban la mesita de centro que, resaltante, imponía su edad cuasi
conflictiva con el patriarca nupcial. Se la regalaron a Éder Escorcia un día
antes de su boda, profiriendo un destino legendario a su final. Las vicisitudes
del tiempo y la severidad del adivino permitieron que acabara quemada en el
depósito municipal de basura, no sin antes expulsar el aroma finito que
finiquitaría la fineza del fiel cagadero público, pues más que una mesita de
centro era una mesita de noche.
La casa,
ubicada al lado de un hostal caduco, inspiraba cierto respeto que, ciertamente,
era percibido por las pequeñas muchachas. Las niñas conversaron y discutieron,
entre risas exageradas y con el acento mimético de sus mamás, exacerbaron los
indicios de un pasado turbio y, protegidas por la intimidad del corredor que apuntaba
al baño de visitas, salió a flote. Adriana Meza susurró, casi confundiéndose
con el gemido del ventilador techero, el secreto de las colonias maltrechas y
las mayólicas empavonadas, el parquet húmedo y la nariz tupida, el inoportuno
accidente que marcaría sus vidas.
Recordó
el pasaje fatal con mucha astucia, y no menos nostalgia, como lo había hecho
durante toda su vida desde el fatal incidente; y, desde hace trece años, en las
mañanas, a las seis y cincuenta, hora en que salía de la ducha, hasta las siete
y veinticuatro, cuando terminaba su desayuno. Aquel día era especial y lo
recordó hasta las ocho y seis de la mañana, hora en que subió al autobús para
ir al mercado de pulgas local. Lo recordó por treinta y un segundos más cuando
bajo del vehículo, y por otros quince cuando vislumbró el viejo cartel de la
perfumería (ahora stand) “Enchanté”. Se acordó del evento durante un minuto y
cincuenta y tres segundos, tiempo que demoró en sacar su billetera y buscar el
inocuo billete de cien soles, y durante toda una vida cuando se bañó en la
esencia de la mirada del infame vendedor de colonias.
Dejaron
de ver, renunciaron a sus oídos. Clara Escorcia y Adriana Meza convergieron en
el cónclave de los olores mortales, como deuda hacia su pasado hostil. Desde
pequeñas aprendieron a analizar su mundo metiendo las narices en situaciones
inhóspitas, buscando un aroma fugaz que les permitiera resarcirse de los daños
perpetrados y la miseria inevitable de la ex-lujosa perfumería. Siempre fue su culpa.
“Entre
la fragancia de las flores, encontrarían el camino hacia sus viajes perdidos”,
reza el epitafio en su lápida. Ambas murieron envenenadas, dice la autopsia.
Curiosamente, nadie las visita, pero siempre hay una flor, cada día distinta,
renovándose a las seis y cincuenta de la mañana. Las enterraron juntas, como debieron nacer,
esperando que su putrefacción refulja en un perfume sagaz que, desafiando a la
muerte, desate vida en el incauto pesar de sus benefactores.
Me encanta!
ResponderEliminarBuenas tardes Carlos:
ResponderEliminarTe escribo en relación al concurso que estamos organizando, y al que vemos que te has inscrito. Sentimos decirte que no puedes participar, pues aunque tu blog tiene calidad, no se ajusta a lo que pedimos nosotros (blogs de reseñas literarias).
Un saludo
César Malagón
Librosyliteratura.es
Buenas noches César.
ResponderEliminarAl parecer malinterpreté el objetivo del concurso.
Gracias de todas maneras.
Por cierto, mi nombre es Manuel.