Le Moment – Mémoire VIII: La Lettre



La Prensa se caracterizó durante décadas por ser un diario fiel a la verdad, de gran calidad y talentosísimos periodistas; naturalmente, eso cambió.

Habría sido una tarde corriente para un personaje inusual, pero la mañana capituló la rutina y destronó al café y el humo. Un innoble redactor meditaba en el sillón reclinable fumando un puro y observando la ciudad por la ventana. El escenario sería hermoso de no ser por el clima hostil, la tensión malacostumbrada. Pensaba y divagaba en sus más extraños recuerdos: desde la mofa de su madre al despedirse sin lápiz labial rojo, hasta la cruda visión conyugal que terminaría por convencerlo de que la vida es una infidelidad. Pues uno es infiel hasta con lo que come, nadie puede tomar decisiones por sí mismo sin atreverse a traicionar al hígado o al estómago o al cerebro, y todo esto mientras apuñala a sus pulmones exhalando un pequeño aro tostado.

“Mi mujer es una perra” solía expresar cada mañana mientras se afeitaba con la navaja de su padre. Siempre se preguntó por qué seguía con ella después de lo que le hizo… “Uno, dos, tres… nunca cambiará”, terminaba la plegaria matutina. Los indicios del suceso cruel empezaban a aparecer por toda la casa, estrictamente sobre la cabeza del muchacho; sin embargo, el exceso fue la desaparición de la cuchilla heredada. Si había algo que odiaba más que su cónyuge era la vellosidad exuberante y, si a eso le sumas el hurto luctuoso, el pobre hombre estallaría tarde o temprano. “Te amo con todo mi corazón” exclamó al caer la noche, esperando la devolución del bien preciado. La melena continuó su camino.

Huyendo de su esposa, siempre llegó primero al trabajo, y aprovechaba la oportunidad para divagar por los pasillos y jugar con las computadoras encendidas. Saltaba en la oficina de su jefe y, distraído, retozaba sobre la alfombra carísima con el dibujo del elefante persa extraviado en lugar del clásico logotipo de la empresa. Aquel día, temprano, el primer golpe del infiel y habitual puro coincidió con la llegada del cartero. La correspondencia iba dirigida al diario y al “Pequeño resquicio de honestidad que aún alberguen sus oficinas”. Ingenuo como pocos, el joven periodista abrió el sobre y se encontró con un titular que confinaría su emergente locura en las habilidades de su lengua rasposa. El escrito rezaba: “La Terre est plat” y una foto de un ministro saludando a unos hombres y entrando al congreso decoraba la extensa reseña que incluía el mensaje.

Leyó como nunca se había atrevido a hacerlo, olvidó su puro y el café cayó presa del frío matutino. Eran aún las siete de la mañana y los folios y pliegos y reseñas del sobre gordo lo inundaron en la irrealidad de un mundo veraz. La fugacidad de la vida lo sorprendió de golpe, guardó la misiva en un bolsillo y escribió su carta de renuncia. Su esposa lo escucharía: “Hoy se acaba todo”.

Fue demasiado cobarde y no le dijo nada, sólo se limitó a reclamar la navaja recientemente perdida. Pasó una semana. El primer día llegó sulfurado, indignado, confundido. Su mujer lo esperaba rebosante y de buen humor, ni siquiera le dio tiempo de discutir, retomó los calores de antaño e indagó en su vientre el motivo de su frustración, la solución de su premura. “Hoy no lo hizo” pensó… “Hoy no puedo”. El segundo día fue diferente: la pelea se dejó encontrar con una facilidad entrañable. El triunfo femenil estaba cantado, y la verdad él no planeaba vencer. Aprovechó su oportunidad y huyó de la casa. El divorcio tácito, la traición permisiva. El tercer día, bajo un puente olvidado, se dio cuenta que no había presentado su renuncia. Regresó al trabajo y el grito que recibió fue espantoso. No más puro, no más café, no más oficina… fueron algunos de los improperios (Muy resumidos y censurados por lo soez de su contenido). Sentado en un pasadizo y secando su camisa de la saliva de su jefe, redactó la nota diaria. Cuarto día, La Prensa exhumó un alboroto: se registró una fuga en El Fuerte hace nueve días; el acto estuvo tan bien planeado que recién entonces se dieron cuenta en el penal. Las notas y los papeles volaban, el cerebro del individuo también quedaba traspapelado. Nadie sabría dónde estaban los prófugos, pero los lectores quieren datos (Que se pueden falsear) y el gobierno exige datos (Cuya falsedad pasaría a integrar el centro penitenciario). Quinto día: faltó al trabajo, necesitaba comer. Desayunó en el mercado, jugo de naranja y piña. La acidez del encuentro lo llevó a escapar; lo que, sumado a su evidente falta de dinero, era más que justificable. Tras la séptima esquina en diagonal, cuando perdió al policía que lo emboscaba, se topó con las diurnas luces de neón de un hostal malaventurado. Las ventanas taponeadas, empavonadas y cubiertas con un tul que se hacía llamar “cortina”, ocultaban el pronto escenario de alguna vaga esperanza: la mujer (su esposa) y la dama de compañía ingresaban sin inmutarse al recinto, resguardadas por un hombre gris. Sexto día: llegó a las oficinas del medio y encontró el diario en el tacho de basura. “Por fin se decidieron a publicar la noticia de El Fuerte”, sonrió… aún no renunciaba. Séptimo día: el periódico coronó un titular amarillista: “¿Sucede algo extraño?”; abajo, una foto inventada de un reo contumaz escapando. La nota desinformaba, los jefes sonreían, los periodistas cobraban. Antes de retirarse recordó la carta, la leyó de nuevo y su indignación acaeció con más fuerza que nunca. El puente había hecho estragos su salud y sólo entonces haría algo: renunció. Se largó pensando en su esposa, en la infidelidad, en la carta, en la libertad, en el medio, en la hipocresía y en la maldita suerte que tenía por querer morir estando vivo. Se fue apretando sus pasos y rechinando los peldaños de la vieja escalera que precedía la salida, saltó de un golpe los cinco últimos escalones y cerró la puerta para siempre… sujetando el mensaje en la mano, dejando el sobre abierto.

Un par de horas después, un practicante realizaba su primera tarea: suplantar al valor perdido. Creyó que hacía trampa, no sabía para quién. Escaso de tiempo y de ideas, tomó una fotografía que encontró en las escaleras posteriores a la entrada de la empresa, recogió el periódico del tacho de basura y redactó lo primero que se lo ocurrió:

                Todo continúa normal
Huele a democracia en el congreso. El Ministro de Telecomunicaciones firmó hoy un contrato multimillonario con las principales empresas de telefonía en el país. El acuerdo disipa todas las dudas que generaron las redes sociales en los últimos meses ya que asegura la libertad comunicativa en todos los sectores de la sociedad.

“Está asqueroso, – le dijeron – pero lo publicaremos. Editado” Sin opciones, el muchacho aceptó. Quería hacerse famoso de alguna manera (Aunque su nombre no saldría en la nota) y soportó la vergüenza de ser manipulado. Periodista del futuro.

Lo pensó por una hora y pidió que le devuelvan la nota. Su dignidad estaba en juego, pero ya la había perdido hace rato. Le ofrecieron escribir una micronota para policiales, aceptó de mala gana. En la noche se enteró de un “accidente deleznable” y afloró su creatividad literaria (La nota también sería editada) :

Loco se mató porque su esposa lo maltrataba: Un hombre se plantó en medio de una de las avenidas principales de la capital esta tarde. El suicidio habría sido motivado por los maltratos de su cónyuge. Fuentes confiables aseguran que perdió la razón a causa de la cauterización de su miembro viril perpetuada por su mujer. Dicha señora lo habría hecho dormir en el patio de la casa, “¡La tierra es jodidamente plana!” acotó la víctima.

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