Le Moment – Mémoire VI: Le Discours



La volátil plazuela, la estatua imperante. Resultaba curioso que un dogmático sacerdote fuese homenajeado en dicho lugar, donde, en el núcleo de la rotonda central, deslumbraba su escultura de mármol. Adornado con golondrinas oscuras y palomas marmoleadas, cercado por rejas metálicas que ni sus aéreos visitantes se molestaban en ensuciar; y, biblia en mano y mirando firme hacia el horizonte, el cura albino de aspecto senil y sonrisa perenne, expresaba en su sarcasmo el pundonor de sus hábitos. Hecho curioso e irónico por la naturaleza de la plaza, templo de la bohemia local y epitafio de la moral perdida; sin embargo, la efigie del monje sirvió para darle esa temeridad que sería tan característica del histórico centro.

Sin los extravagantes caracteres que inundaban el lugar, parecería un terreno baldío. Estreno circense, loco despiadado, mujer boa, mujeres en boas, y mujeres con boas, eran sólo algunos de los espectáculos que se podían presenciar. Por un tiempo, la mayor atracción del sitio fue un hombre relativamente mayor (En sus cuarentas) que, con la mirada perdida en algún sórdido rincón de su pobre imaginación, se dedicaba arduamente a rodear la estatua del frívolo asceta. El innoble caballero se mantuvo así por años y casi una década hasta caer muerto por la desesperación de no poder recobrar el aliento que, según él, se le había caído en uno de sus “viajes”.

El chambellan du la chapelle¸ como solían llamar al caminante los graciosos muchachos del distrito, se vería raudamente reemplazado en un par de semanas. Entre los antagónicos personajes que, desde entonces, solían verse en la plaza destacaban siempre dos: un hombre elegante cuya función, digna de la carpa más lujosa, cautivaba a un público considerablemente amplio, y un señor desaliñado, presa del anacronismo apócrifo, cazador de misticismos inermes, curador de un secreto a voces.

“Se escapó del hospicio”, susurraban los conservadores. “Ma vulgaire prophéte”, sentenciaban los bohemios. “Sólo alguien más” imaginó el grueso de la gente. Durante el corto tiempo que el mítico errante permaneció en la “place du vérité”, dialéctica paradójica del oráculo popular, cautivó a todo el que pudo oírlo; orador innato e incansable trovador, sorprendió y conmovió con cada discurso, cada réplica, dúplica. El recital del diablo,  le nom du mot, la verdad escéptica… cada acepción que connotaba su monólogo indicaba un paso adelante en su misión. Siempre quiso revocar, anhelaba cambiar el mundo, darse a la fuga con el resto, abandonar el sistema; y así maquinó, tras una matinal y elevada reflexión, la culminación diaria de su amplio sermón:


“…y después de muertes y vidas precoces, luego de hallar cercenados los últimos vestigios de la libertad proclamada, al final del diálogo sordo que comprende una línea telefónica, una carta con tinta china, una China con tantas cartas; hallamos un idioma prófugo, una lengua ultrajada, un hablar tan adverso, reverso y converso en nada más que simples estupefacciones; simples y llanas mentiras.

Al final… ¿Qué hemos ganado? Tras años y lustros y décadas y siglos de polución, de expoliación indemne… ¿Qué ganamos? ¿De qué me sirve saber todo si acaso tengo nada? Díganme, ¿Qué es lo conveniente de exponer dictámenes inútiles, palabras lavadas? La hostia de tu maldición fue ingerida antes de que nacieras, cuando la tierra aún era redonda, cuando todo fluía sin excepción y tus labios tenían poder y tus besos portaban veneno, y tu lengua propagaba verdades y tu mirada era tu identidad, y todo cobraba importancia y los cobros no eran importantes, y la religión mandaba en su seno y en tu seno no había religión, y las reliquias andaban enterradas y entonces no se enterraban reliquias. La tierra fue redonda hasta que se descubrió su movimiento, hasta que el infinito no causó miedo, hasta que empezó a ser dominada. La tierra fue redonda porque tu voz resonaba, se perdía en las paredes de su protección, regresaba intacta a tus oídos tras recorrer el mundo.

Y fue aplastada, machacada sin piedad alguna por el peso de su riqueza, por la nobleza de algo que sencillamente nunca importó nada, por rocas, por papeles, por árboles, por albores fragantes en playas exóticas, por océanos de hierro y olas de dinero, por arena de cobre y castillos de boletas. Derruida por su lacra, por el brillo de su caca…”

Antes de proclamar y reclamar su última oración, el hombre era comúnmente vitoreado por una multitud que cada vez era mayor. Incluso el muchacho circense ordenaba sus horarios para culminar con su obra y atender al heroico final de su competencia; sin embargo, en la última de sus charlas, la presencia fue inicua. Minutos antes de contemplar el point culminant, un cañonazo retumbó en la avenida más cercana, la multitud estalló, revoloteó, se desbandó inmediatamente como buscando un escondrijo irreverente o un lugar propicio para ver el evento; todos se largaban y sólo su hilarante antagonista y un sudoroso hombre enternado, consternado, preocupado y apurado se quedaron a oírlo; además de un desafortunado transeúnte que, maleta en mano, se ganó con el impasse:

                “…Señores. El esplendor de un eje absurdo jamás existió. Vôtre Terre… est plat.”

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