La volátil plazuela, la estatua
imperante. Resultaba curioso que un dogmático sacerdote fuese homenajeado en
dicho lugar, donde, en el núcleo de la rotonda central, deslumbraba su escultura de mármol. Adornado con golondrinas oscuras y palomas marmoleadas, cercado por
rejas metálicas que ni sus aéreos visitantes se molestaban en ensuciar; y,
biblia en mano y mirando firme hacia el horizonte, el cura albino de aspecto
senil y sonrisa perenne, expresaba en su sarcasmo el pundonor de sus hábitos.
Hecho curioso e irónico por la naturaleza de la plaza, templo de la bohemia
local y epitafio de la moral perdida; sin embargo, la efigie del monje sirvió
para darle esa temeridad que sería tan característica del histórico centro.
Sin los extravagantes caracteres
que inundaban el lugar, parecería un terreno baldío. Estreno circense, loco
despiadado, mujer boa, mujeres en boas, y mujeres con boas, eran sólo algunos
de los espectáculos que se podían presenciar. Por un tiempo, la mayor atracción
del sitio fue un hombre relativamente mayor (En sus cuarentas) que, con la
mirada perdida en algún sórdido rincón de su pobre imaginación, se dedicaba
arduamente a rodear la estatua del frívolo asceta. El innoble caballero se
mantuvo así por años y casi una década hasta caer muerto por la desesperación
de no poder recobrar el aliento que, según él, se le había caído en uno de sus
“viajes”.
El chambellan du la chapelle¸ como solían llamar al caminante los
graciosos muchachos del distrito, se vería raudamente reemplazado en un par de
semanas. Entre los antagónicos personajes que, desde entonces, solían verse en
la plaza destacaban siempre dos: un hombre elegante cuya función, digna de la
carpa más lujosa, cautivaba a un público considerablemente amplio, y un señor
desaliñado, presa del anacronismo apócrifo, cazador de misticismos inermes,
curador de un secreto a voces.
“Se escapó del hospicio”,
susurraban los conservadores. “Ma
vulgaire prophéte”, sentenciaban los bohemios. “Sólo alguien más” imaginó
el grueso de la gente. Durante el corto tiempo que el mítico errante permaneció
en la “place du vérité”, dialéctica
paradójica del oráculo popular, cautivó a todo el que pudo oírlo; orador innato
e incansable trovador, sorprendió y conmovió con cada discurso, cada réplica,
dúplica. El recital del diablo, le nom du mot, la verdad escéptica… cada
acepción que connotaba su monólogo indicaba un paso adelante en su misión.
Siempre quiso revocar, anhelaba cambiar el mundo, darse a la fuga con el resto,
abandonar el sistema; y así maquinó, tras una matinal y elevada reflexión, la
culminación diaria de su amplio sermón:
“…y después de muertes y vidas precoces,
luego de hallar cercenados los últimos vestigios de la libertad proclamada, al
final del diálogo sordo que comprende una línea telefónica, una carta con tinta
china, una China con tantas cartas; hallamos un idioma prófugo, una lengua
ultrajada, un hablar tan adverso, reverso y converso en nada más que simples
estupefacciones; simples y llanas mentiras.
Al final… ¿Qué hemos ganado? Tras años y
lustros y décadas y siglos de polución, de expoliación indemne… ¿Qué ganamos?
¿De qué me sirve saber todo si acaso tengo nada? Díganme, ¿Qué es lo
conveniente de exponer dictámenes inútiles, palabras lavadas? La hostia de tu maldición
fue ingerida antes de que nacieras, cuando la tierra aún era redonda, cuando
todo fluía sin excepción y tus labios tenían poder y tus besos portaban veneno,
y tu lengua propagaba verdades y tu mirada era tu identidad, y todo cobraba
importancia y los cobros no eran importantes, y la religión mandaba en su seno
y en tu seno no había religión, y las reliquias andaban enterradas y entonces
no se enterraban reliquias. La tierra fue redonda hasta que se descubrió su
movimiento, hasta que el infinito no causó miedo, hasta que empezó a ser
dominada. La tierra fue redonda porque tu voz resonaba, se perdía en las
paredes de su protección, regresaba intacta a tus oídos tras recorrer el mundo.
Y fue aplastada, machacada sin piedad alguna
por el peso de su riqueza, por la nobleza de algo que sencillamente nunca
importó nada, por rocas, por papeles, por árboles, por albores fragantes en
playas exóticas, por océanos de hierro y olas de dinero, por arena de cobre y
castillos de boletas. Derruida por su lacra, por el brillo de su caca…”
Antes de proclamar y reclamar su
última oración, el hombre era comúnmente vitoreado por una multitud que cada
vez era mayor. Incluso el muchacho circense ordenaba sus horarios para culminar
con su obra y atender al heroico final de su competencia; sin embargo, en la
última de sus charlas, la presencia fue inicua. Minutos antes de contemplar el point culminant, un cañonazo retumbó en
la avenida más cercana, la multitud estalló, revoloteó, se desbandó
inmediatamente como buscando un escondrijo irreverente o un lugar propicio para
ver el evento; todos se largaban y sólo su hilarante antagonista y un sudoroso
hombre enternado, consternado, preocupado y apurado se quedaron a oírlo; además
de un desafortunado transeúnte que, maleta en mano, se ganó con el impasse:
“…Señores. El esplendor de un eje absurdo
jamás existió. Vôtre Terre… est plat.”
Le Moment – Mémoire VI: Le Discours