“Presto agitato, prestissimo, stacatto, grave…” Se oía en la
habitación contigua, donde el hijo del ministro recibía sus clases semanales de
piano. El profesor, nada dócil ni considerado con el pequeño de ocho años,
proponía ejercicios cada vez más complejos y cambios demasiado rápidos para un niño, el cual, sorprendiendo a todos, ejecutaría con ejemplar maestría. El chiquillo
era un prodigio de la música; a su corta edad había dominado varios études y mazurkas y ballades y nocturnes del complejo Fryderyk Chopin,
su compositor de cabecera; y, ahora, gracias al docente italiano, descubría los
secretos de las sonatas y sinfonies de Beethoven. Sonaba una de
las mazurkas de Chopin (Opus 41 –
cuarto movimiento) cuando Tulio dio por terminada la clase y se dirigió hacia
el incauto padre para proceder con el cobro respectivo. Paga en mano y corazón
contento se retiró a su hogar.
El recién nombrado Ministro de
Telecomunicaciones se perfilaba como un gran político y, en general, el
gobierno producía gran expectativa en todos los ciudadanos. Era un tiempo de
libertades, de calor y de excesos, era un tiempo donde todo, absolutamente
todo, era normal y lo “raro” era el pasado y el presente era el futuro. Era un
tiempo sin tiempo pues, donde ya nadie se molestaba en contar años y décadas
porque sencillamente no importaban. Era un tiempo en donde las distancias se
verían superadas por circuitos y señales y satélites y demás aparatos
extrafamiliares que producirían enajenamiento en la desgracia. Se describía el
descontrol “controlado” en cada página de La Prensa, en cada no-día de las
no-semanas; y a todo el mundo le parecía genial y, el hecho de que, al parecer,
el nuevo gobierno no vaya a hacer un carajo para nadie y sencillamente se
dediquen a extraer un poco más de dinero del explotado (pero abarrotado)
bolsillo de los pobladores, les merecía su más sincero aplauso.
Tulio fue contratado por capricho
del niño y por un delirio visionario que sufrió el padre en uno de sus
inconstantes sueños; se le buscó, se le llamó, se le contrató y empezó a dictar
sus clases. El viejo profesor (En sus cincuentas) poseía un aspecto demás cansino
y un poco maltrecho, y un carácter demás entrometido, estricto y bondadoso. El
tipo era inteligente y aprendió a pensar desde pequeño; dicen que la política
no es para los que piensan, tal vez por ello vio lo que vería (Y que no debía
ver) y dedujo lo que deduciría (Y que no debía deducir). Comenzaron las
lecciones y pasarían un par de años en los que el muchacho aprendería
velozmente y el profesor sería testigo de los enormes cambios que ocurrirían en
el gobierno: lo que aparentaba ser un mandato de turno terminó por convertirse
en una revolución. El presidente habló siempre de la prensa de la “cojudez”,
medios vendidos a la economía mundial, desinformación y cosas por el estilo que
sólo tenían cabida en el paupérrimo canal del Estado que, por cierto, nadie
veía. Los líderes nacionales y su gabinete inexperto terminaron peleados unos
con otros y, de la nada, un cabildo destronó al mandatario. Se defendía la
“libertad” desde una trinchera con barrotes, y su carcelero parecía el juez; y
la justicia, su verdugo. La ética y la moral andaban tan deshumanizadas que
cada uno defendía lo que no creía defender y, entre confusiones y abismos, un
cadáver militar de las viejas guerras de cuando aún los años contaban cifras y
los meses tenían nombres, aprovechó para imponer un régimen que, además de
obsoleto, terminaría siendo contraproducente.
El nuevo gobierno causó el
descontento popular; sin embargo, acostumbrados a quejarse entre dientes, nadie
hizo nada. Las clases de piano avanzaban con una prestancia inocua y se lograba
distinguir, casi al ras, como una metáfora del testigo gris que observó todo
desde siempre, las maniobras políticas que mitigarían los perjuicios hacia la
distinguida familia y su apellido. Tulio Valle (Cuídese de conservar el acento
italiano al pronunciar) desechaba para entonces los pocos rasgos de turista que
podría tener en el país y en la mansión. Inspiraba confianza y nadie jamás se
atrevió a desconfiar de él, a pesar de que él nunca confió en nadie.
Independiente y maniático como pocos empezó a fisgonear alentado por un ápice
de patriotismo extranjero, una cuña de dignidad que sintió regurgitar junto a
la acostumbrada copa de gin una madrugada. Y la curiosidad fue valor, y el
valor verdad y la verdad, como creyó conocerla, fue una bola de nieve que, en
lugar de crecer, regresaría al valor y luego a la curiosidad de la que fue
víctima un gato. Había terminado una clase y habían pasado tres semanas desde
que la no-dictadura se instauró en el país cuando el maestro, apurado por la
desidia y resguardado por su poca fortuna, indagó más de lo debido. Buscó,
buscó… y el que busca tarde o temprano encuentra, y encontró lo que no
buscaría, pues se le había extraviado una tuerca que luego confundió con cuerda
que luego confundió con partitura que luego confundió con los documentos
confidenciales que andaban regados por el despacho del ministro.
Se fue enterando de esa manera de
muchos eventos y artimañas ajenas, del manejo y descontrol del gobierno y así
pasaron lentamente dos años, dos años de información, de guerra interna (Porque
de hecho su cabeza era un campo de batalla) y de desilusión que acabaron por
obligarlo a tomar una decisión. La no-dictadura se había encargado
minuciosamente de maquillar una democracia conflictiva, un proceso lento y
pseudo-escandaloso que derivaría en una lucha de oposiciones en el gabinete
congresal por una serie de audios y chuponeos y desvergüenzas prefabricadas que
surtirían la argamasa para articular el fin ulterior: censura total.
Se propagaron algunas leyes ya promulgadas y se promulgaron algunas no propagadas que, con el apoyo de la prensa, lograron su aceptación total; sin embargo, la
población no podía permanecer callada. Existen nuevas formas de comunicación
sin mediadores y la red era inmensa, intervenirla de la nada generaría un caos
inevitable que debía ser controlado. El riesgo era enorme, pero una vez las
empresas de telefonía empezaron a ver sus intereses económicos perjudicados,
barajaron la inminente huida. Demandas y contrademandas la demoraron mientras
el ministro veía lujuriosamente cómo las empresas caían en su juego. Al final,
se irían aceptando el coste de transición de líneas a un canal oficial, dejando
una patente para ejercer un control “ficticio” y conservando las regalías (Que
era lo que menos le interesaba al Estado). Los empresarios vieron en ello un
negocio sencillo y sin desventajas: dinero fácil. Aceptaron inmediatamente sin
notar que el último azar de la democracia sería una adhesión de las
comunicaciones a la constitución, por lo que se debía tramitar una modificación
clandestina.
Para entonces el pueblo empezaba
a despertar y el paso de la no-dictadura a la sí-dictadura era un secreto a
voces y se divulgaba por diversos e ingeniosos portales, los cuales otorgaban
un acceso libre a quien lo solicitara. Ocupaba servidores externos y mantenía a
la gente informada; el ministro de telecomunicaciones estaba en el ojo de la
tormenta y sólo disponía de un movimiento más para sentenciar el jaque mate,
para inclinar la balanza de una partida que, si no era llevada con el debido
recato, podía ser ganada por cualquiera.
Tulio, al tanto de todo esto,
decidió formar un grupo de aficionados en línea. Fanáticos o patriotas, los
idealistas resolvieron, después de un duro entrenamiento de seis meses,
perpetuar el robo de los documentos en la mansión, exportarlos a naciones
contrarias e iniciar dos guerras: una externa y otra civil. Sabían que
necesitaban ayuda de fuera, pero sabían que ello no venía gratis, por tal
motivo quisieron tenderle una trampa al mundo. El maestro se encargó de
brindarles los pormenores del hogar, las gavetas, las llaves, las puertas y las
escaleras, cada baño, cada grifo, las cámaras y sus puntos muertos, las alarmas
y sus alarmantes fallas, todo estaba planificado y creyó no habérsele escapado
algún mísero detalle que fuera de importancia y, en efecto, fue así. No
obstante, algo salió mal… alguien murió y la gente corrió y él se desvinculó
totalmente del evento. Ese día, la familia fue a presenciar el primer concierto
del muchacho en el Teatro Municipal. El maestro ansioso, abandonó la obra al
tercer movimiento y se dirigió al lugar de los hechos, pretendiendo dar la voz
de alarma y conservar la confianza infundada; sin embargo, no pudo evitar
plantarse en la plaza y admirar al orate orador que recitaba indignado su real
discurso. Un disparo y comprendió todo, fue a sentarse a los pies del monje
infame, lamentándose de su vida, de sus errores, de la pequeña hormiga que lo
acompañaba en su pesar.
Una semana después, cabizbajo y
abstraído, renunció a su cargo de profesor, se despidió de la familia y nunca
más se le volvió a ver por ahí. Aquel día, tras la despedida, echó una última
ojeada al despacho de su jefe aprovechando que no estaba en casa. Encontró un
último documento que aclaraba que en dos semanas se concretaría la ansiada
reunión en el congreso para firmar las licitaciones e intervenir las líneas
telefónicas por un rato. No supo qué haría luego, se sentía culpable y
responsable, pero cansado y derruido, los días siguientes le fueron advenedizos
y él, junto a su soledad, sólo alcanzaba a dibujar una postal antes de caer
dormido. El pincel onírico que supuso el lienzo de su vida: El portazo forzado,
la frente en alto y, antes de partir, la llegada furtiva de un sedán azul
conducido por el ministro, aquél fue su último capricho. El reemplazo de su
arte.
Oh my gosh, tengo que releer la historia para comprenderla por completo pero usas tantas frases y metáforas que simplemente me fascinaron. Para ser sincero me perdí más de una vez al leer esto y, tal vez era el punto, pero si no hago la pequeña sugerencia de que lo cheques un poco, narras de una forma un poco confusa y, de nuevo, tal vez ese haya sido el punto. Como sea me encantó y seguiré leyendo tu blog (: espero que pases por el mío
ResponderEliminarhttp://wisord.blogspot.mx
Saludos desde México