Le Moment – Mémoire V: La Fuite



“La crème de l’amour, liberté, et la vie en prison” se oyó susurrar al reo un sábado en la noche, antes de dormir. En la víspera de la fuga, todo acaeció con normalidad; nadie lo sospechó, ni tendrían por qué.

Un policía afrancesado que, malhumorado por su cambio de turno, sacó a flote su fantaseo expiatorio, recorrió tranquilamente los cursis pero limpios corredores del Fuerte, cárcel estatal temida y respetada no por muchos, mas habitada por varios. Durante el breve tiempo que abordó los pasillos del centro penitenciario pudo conocer perfectamente las celdas, hasta les agarró cariño después de unos días. El chiquillo con uniforme era alto, meditabundo, extranjero, alguien cuyo nombre nadie supo porque nadie lo pudo pronunciar, ni tampoco se interesaron mucho en ello; se había fugado tanta gente del país que era común ver uno que otro personaje forense en medio de una calle cualquiera. Él, belicoso y abstraído como siempre, decidió recorrer cada pequeño recinto, provocar al mínimo presidiario, ganarse golpizas, propinar castigos. En pocos días se ganó el odio y temor de la mayoría de convivientes; sin embargo, exceptuó siempre a unos cuantos: una suerte de pequeña comunidad que suponía evocar al “Club de la Serpiente”, un grupo de convictos pseudo-intelectuales,  paranoicos, románticos y desdeñosos. El guarda pareció enamorarse de ellos, pasando horas enteras conversando y maquinando y fantaseando y creyendo ser los muchachos franceses del lugar.

“Prendre la fuite” solía decirse al final de cada reunión los preciados samedis. Un himno inusual, conciso, tramposo y desleal; el amén de los presos del club, porque todos sus miembros andaban reclusos en él. El dato curioso es la complicidad que se notaba entre el guardián y uno de los prisioneros. Se conocían desde antes y tenían un enemigo en común: Una mañana soleada, en medio de una avenida principal, el efectivo se desenvolvía en su ardua labor de policía de tránsito hasta que, tal vez por el reflejo del astro o su sexto sentido corrupto, advirtió una falta leve. En una de las calles aledañas un auto azul se había detenido más adelante de lo normal, invadiendo el crucero peatonal. Fue pues, a concluir el trámite respectivo; paso lento y seguro, malicia tierna y oscura, golpeó suavemente el vidrio polarizado, soberbia vehicular. El sedán arrancó inmediatamente desafiando la luz roja y surcando los autos advenedizos, el policía cayó de espaldas y sólo alcanzó a ver una minivan negra inestable, girando y evitando el choque con el coche infractor para terminar estrellándose contra un árbol circundante. Impertérrito, corrió a socorrer el accidente, a mitigar el daño; morboso, el ansia de la imagen hiriente de un cadáver lo hizo atravesar el humo y saltar las astillas y esquirlas con la habilidad del entusiasta impaciente. Antes de poder siquiera ver qué sucedía dentro, resonó un disparo en el vehículo, se asomó por la ventana rota y pretendió no ver lo que ocurría.

-          Vous êtes à l’étrànger, monsieur – exclamó el pulcro hombre que adornaba el desastre.
-          ¿Ah?
-          ¡Jajaja!...  A este caballero – apuntando al cadáver del conductor con su arma – solían llamarle Winnie; yo, no tengo nombre.

Le Moment – Mémoire IV: Coup de Feu



No dormía bien desde la semana pasada, las continuas pesadillas lo insultaban y su eco reverberaba por la cuadriculada habitación en la que vivía. Era un hombre travieso y confundido, alegre y estúpido, pero inmensamente perdido; absorto en su totalidad extenuante, en su ansiedad lucrativa, en las sanguijuelas de toda su vida: la eterna duda de sus deudas.

Levantóse cansado y huyó hacia el trabajo. Tenía pensado renunciar hace varios días, pero la cobardía natural que expelían sus cuentas le impedía hacerlo; se embadurnó en cachemire y su clásico eau de la vie, mal llamado ginebra, y se retiró paulatinamente hacia la puerta de bordes dorados que lo separaba del oscuro mundo primaveral del que era parte. La cerradura se trabó y su aspecto tomó el tinte rojizo que nunca tuvo. Ardía y quemaba y sulfuraba la salida, alarmando a Miguel, nuestro personaje, y obligándolo a escapar por la ventana que apuntaba hacia el pasadizo del condominio. Corrió durante horas ignorando platas y oros y fuegos y guantes blancos por el suelo; continuó corriendo hasta hallar una resbaladera acuática. Ya estaba mojado hacía un par de horas, pero le tenía miedo al agua; desesperado, resolvió saltar al vacío.

Caía y no dejaba de caer, hasta se podría decir que planeaba y, por supuesto, planeaba morir. Respiraba humo y llovía ascendentemente, las gotas ácidas fueron deshaciendo su traje en billetes de dieces, veintes y cienes. Despegó el cielo económico y, en su desnudez, Miguel vislumbró su destino: un vicioso y psicópata muchacho se apuntaba a la sien con un revólver mientras lo perforaba con la vista; el cian de su mirada lo despedazó, conduciéndolo a un estado de demencia neutral, gritos y gritos y la sorda amplitud sonora del Smith&Wesson retumbaron en su cabeza. Ciego por el temor, abrió los ojos y se encontró con la botella de gin a medio tomar. Abandonó lentamente la cama, recordando que el agua de la vida era el whisky, mas no su adorado liqueur de ginèvre, se retorció por un minuto hasta percatarse del alboroto vecinal: un hombre elegante corría desesperado hacia la avenida principal; entretanto, algún otro grupo de ciudadanos se dispersaba hacia y desde la plaza.

Desinteresado y con una tardanza considerable, terminó siendo convencido por el oficio y se aventuró a su faena diaria. Se despidió de su edificio entre el tumulto cucufato y el bullicio episcopal sin apartar su pensamiento de aquel momento. Esos ojos azules no los olvidaría jamás.

La Boda


Mi agnóstica irrealidad me impediría estar ahí, elegante, bien tiza y pintado para muchos, demasiado sobrio para mi gusto. Siempre tuve la certeza de que me faltaban unas copas encima, algún shot miserable que se atreva a distraerme y abstraerme y hasta salvarme de la tortura cruel que estaba sufriendo. Sin embargo, ahí parado y tentado por los diversos disfraces cortos y blancos, y las traviesas sonrisas que alentaban mi inmaduro instinto de procrastinación, mi lealtad jamás estaría en duda, puesto que acepté ser el padrino de bodas de un gran amigo mío.

Él: nervioso, tembloroso y emocionado, esbozaba una amplia sonrisa cuya razón hasta ahora desconozco, jamás me atreví a preguntarle si fue por miedo, frustración, nervios, apariencias, felicidad, gozo, alegría, amor o estupidez. Llevaba un traje negro, cuya opacidad brillaba a lo ancho del altar, una espléndida camisa blanca y una corbata del mismo color, así como un pequeño pañuelo albino que guardaba en la solapa y una dulce orquídea que cogía temeroso con la mano izquierda.

Ella: desaparecida como tenía que estar y nerviosa como debía permanecer, divagaba perdida en algún lugar del templo, esperando el momento propicio para hacer su ingreso triunfal. Un vestido de encaje blanco y unos finos tacones similares adornaban la hermosa tiara de plata que coronaba el velo de seda del que, un rato más tarde, se vería despojada. La eterna muchacha se casaría pronto y, buscando el bouquet o sollozando sus miedos, mantendría a todos a la expectativa.

Yo: ansioso.

Me eligieron padrino y la conmoción me llevó a aceptar. Había olvidado lo aburridas que son las misas con su olor a nácar y a naftalina, y había olvidado también mi deseo trepidante de secuestrar el vino sacro que ocultaba el padre en algún lugar. Supuse que ésa era mi misión, y el alcohol me distrajo hasta el cenit del evento, o al menos el deseo de hallarlo.

Sucede que la novia demoraba más de lo debido y los cuchicheos eran cada vez más evidentes. Había una vieja gorda, cuyo vestido color camote reflejaba los desquites del verano y cuya sonrisa hipócrita hacían menos agradable mi estancia en el lugar. Es decir, ¿por qué la sonrisa? Ni siquiera ha aparecido la novia. Pero no, las cuarentonas empezaban a impacientarse, las cincuentonas a imitar a la señora y las sesentonas a olfatear un baño. En cuanto a los hombres, la sinfonía magistral de los hambrientos recodos de sus fajas componía un halago al prometido, pues sonaba casi como un aplauso. Se podría decir que disimulaban o que no compraron el triple que la abnegada cocinera clerical vendía en la entrada; de una forma u otra la iglesia invocó un barullo poco común.

El organista nervioso empezó a tocar lo que sabía, dejando notar su falta de experiencia. Sonó un intento de Beethoven con Mozart y Wagner con Mendelssohn, pero claro, nadie entendía el mamarracho que sucedía más arriba. El novio, mi amigo, compadre, confidente y cuasi-pareja empezaba a sudar frío, se notaba por el estado de la orquídea que lentamente viró de blanco a gris conforme pasaban los minutos; e, impaciente, me dijo que quería ir a buscarla…

-          ¿Estás loco? Mira cómo suda la tía… si te vas su cirujano se queda sin trabajo. Tranquilo, el lío será peor si desapareces.

Supongo que eso habrá servido para calmarlo porque, aunque no se rio, se mantuvo en su sitio.

La primera incidencia ocurrió a los dos minutos cuando un señor de unos ochenta años, que al parecer nadie conocía, se levantó y empezó a circular el rumor de que la novia andaba muerta por un desmayo que le produjo el soslayo de una imaginación sin precedentes. Sí, muerta por un desmayo, sin embargo la gente, hambrienta de chisme, lo tomó como cierto y, minutos después, el octogenario recibía la noticia de que la “composición” del organista fue preparada para su muerte.

La segunda también tuvo a otro viejito como protagonista, esta vez no tan mayor (La señora camote aseveró que aún ejercía con plenitud y destreza sus facultades masculinas), pero de un aspecto cansino. El señor se retiró “al baño” y nunca más apareció. “Al fin alguien tuvo la valentía de hacerlo” pensé, pero no… de pronto la novia estaba viva y aquel fue su amante por seis largos años con el que se habría dado a la fuga porque el cobarde no soportaría la vergüenza de decir: “Yo me opongo”.

Los suegros, muertos de risa con lo que sucedía, reflejaban la antítesis de la situación (casi) conyugal. El novio continuaba nervioso y quería largarse a buscar al amor de su vida. Y lo habría hecho, y lo habría dejado hacerlo, si no fuera porque de pronto, percibimos a un acólito deslizarse por un pasillo de la sala portando, cual bota de navidad, el bastón de las limosnas que el cura, minutos antes, le había entregado. Salieron un par más y para mí fue suficiente. Me largué del templo a paso firme y por la alfombra roja. La gente empezaba a mirarme contrariada y perpleja, pero yo seguía avanzando, pues no tenía la mínima intención de darle dinero al padre. Salgo y me encuentro con la señora cocinera, resuelto y distraído (Y queriendo cobrar protagonismo en la festividad) le pregunto si había visto a la novia salir. Me responde que no, pero que la vio correr en el patio lateral. Para mí, de nuevo, fue suficiente. Ingreso a una habitación tras cruzar un pequeño jardín de magnolias y fresas, y encuentro en una vieja mesa de roble un triple a medio comer, un aroma extrañamente familiar, una carcajada otoñal desde el pórtico y una pequeña botellita de colirio.

Sonaban las campanadas que marcarían el inicio del matrimonio; mientras, yo me embutía el resto del sánguche y descansaba en el recinto. Transcurrió un minuto feliz hasta que se detuvieron las campanas de golpe; yo, cagándome de risa, recaía en que ahora me andarían buscando.

Le Moment – Mémoire III: Clocharde



Desde la navidad maldita en que perdió todo, se ahogó en el mar de sus culpas. Sus dolencias la perseguían al ritmo de sus pulgas y el morral caqui que llevaba a la altura de la cadera parecía ansiar competir palmo a palmo con la hemeroteca nacional. Las ojotas destartaladas aseguraban la huella del desprecio que inspiraba en sus detractores y, más enlodadas que nunca, se adhirieron a una página de un diario perdido. Se percató del suceso y lo recogió con la algarabía que suponía su nuevo hallazgo, una pizca menos de frío, un nuevo hogar para sus bichos, una suerte de calefacción en un invierno otoñal que contrasta la primavera brillante de la que se jactaba la élite desdeñosa que gobernaba la ciudad.

Empezó por leer el diario ignorando la mancha de sangre que adornaba la contraportada y centrándose en el curioso titular: “Todo continúa normal”. Parecía un chiste, hasta ella y el resto de indigentes sabía del conflicto congresal, sabían del inminente autoritarismo y su preocupante proximidad. “La prensa” ya no era la prensa y su contenido era más jocoso que jovial, más burlón que revolucionario, y era burlón porque decir semejante tontería no es sino una mofa hacia pueblo consternado. No hizo más que reírse y guardar el periódico en su bolso.

Un policía la abordó al poco rato exigiéndole la devolución del medio impreso por haber visto una mancha roja sospechosa. La joven le ofreció su mochila y el efectivo pudo observar decenas de ejemplares, viejos y no tan viejos, y la gran mayoría con un pequeño hematoma decorativo en alguna parte. El hombre sólo alcanzó a rendirse y disculparse con la agraviada, decidiendo que, entre tanta mugre, la gaceta terminaría perdida.

Pasaron las horas y, tras una cena improvisada con un gato pequeño que habría adoptado, la mujer se dirigió sin prisas hacia la sombra de su puente nocturno. Llegó a las dos horas pasada la medianoche; caminando y conversando y jugando y saltando con el dulce minino, entabló una pequeña esperanza contra la crisis, despejó su mente y retiró sus miserias, elevó la cabeza y firme, buscó la hierba más mullida y dócil para dormir. Marcó su territorio y, marcador en mano, se dispuso a encontrar el orquestal periódico de ayer. Tras unos relativamente rápidos treinta y cinco minutos de búsqueda lo halló doblado entre uno de hace seis días y otro de cuatro meses y medio; sin notar el pequeño salpicón de líquido vital, armada ya la frazada de pliegos y tabloides, tachó el titular e imprimió un mensaje peculiar encima: “Todo va a estar bien” se alcanzaba a leer, encabezando la imagen del político, siempre sonriente, saludando gracioso en la puerta trasera del congreso al grupo de señores bien vestidos que lo esperaba, y despidiéndose valiente del sedán azul que acababa de estrenar.

Le Moment – Mémoire II: Le Cambriolage



El plan fue perfecto. No había ningún detalle que se les hubiera podido escapar; llevaban alrededor de dos meses pensándolo, maquinando la despedida, la llegada, el azar, el escape y el escaparate ingenuo que había que surcar, el cerco endeble, las miradas sórdidas y apaciguadas, el vigilante insomne y taciturno; la cobertura, en general, fue impecable; y los ejecutores, duchos en la sucia labor que ejercían, lucían ansiosos por concretarla: el botín era lujoso y la experiencia, inolvidable.

Abordaron pues, los cinco ladrones, la minivan negra que los esperaba afuera de su acostumbrado rendezvous y partieron de inmediato. Cantando algún éxito de Sabina, y jugando al intelectual y su comedia, describieron astutamente los detalles del pronto asalto: Tigre y Mozart espiarían durante media hora la parte trasera del hogar, surcarían el pasto tras una breve maniobra y entrarían por un pequeño agujero que encontrarían en una ventana oculta; Dandy tocaría el timbre obedeciendo a la visita semanal que hizo durante mes y medio para despistar al vigilante flojo; Pequeño Dub se ocuparía de la distracción y sería la “campana” en caso sucediera algo fuera de lo normal; por último, Winnie esperaría con la minivan a dos cuadras del lugar hasta que le den la señal para abrir sus puertas y concretar el robo.

La minivan dejó a la pareja a la espalda de la casa y a Dandy en la cuadra siguiente. Dub se había bajado hace un rato y, con su maletín travieso, desataría la euforia de grandes y chicos montando un escenario digno del mejor circo en la plazuela más cercana. Como era de esperarse, la voz corrió rápido y los transeúntes se apresuraron para coger un buen sitio, lo suficientemente cerca para ver cómodamente, pero algo lejos para escapar a la limosna inevitable tras el grand finale.

Dandy se apresuró y llamó a la puerta antes de tiempo; no le dio el tiempo necesario a Tigre para inspeccionar el lugar, ni a Mozart para componer la sinfonía del hurto que descendería en un timbre silencioso. Sonó, retumbó y asustó a los inocentes ladrones, expertos traicionados por el nerviosismo que suponía la importancia del caso. Tigre permitió su ingreso, previa puteada implícita en la mirada, y fue entonces cuando la tragedia asomaría su burlona sonrisa por primera vez.

El joven y novicio Dandy empezó su labor de delincuente hace apenas siete semanas, era recién un principiante, un cachorro que debutaría a lo grande; sin embargo, su falta de profesionalismo le jugaría una mala pasada. “Rubio”, como se creía, y lampiño, se perfilaba como el Ricky Ricón del Fuerte. Usando charol de calzado y portando siempre su vistosa corbata roja, se aventuró en el mundo que suponía el iniciar “le cambriolage” en aquella mansión. Se dirigió al comedor por inercia y fue sorprendido por una curiosa nota en letras rojas que se erigía en medio del salón pacífico. Grande y pequeña como ninguna, el papelucho rezaba:

                Queridos ladrones.
                               Si van a utilizar el baño, por favor jalen la palanca.
                               Gracias.

Le Moment – Mémoire I: Paranoïa



“¡La tierra es jodidamente plana!” Se le oyó decir al loco; transeúnte quimérico que se hallaba en plena avenida desviando autos por doquier y llevando un cartel amarillento colgado en el cuello, sesgado por los bordes y astutamente descuidado, que resaltaba un temeroso “2012” con grandes letras rojas. El orate vestía un terno azul noche y zapatos de charol negros, guantes de cirujano por si las dudas y un pañuelo celeste tornasolado que le cubría la sedosa melena; su cabello castaño, envejecido y opaco por el irritante sol de mediodía, le llegaba hasta la cintura, y una pequeña barba de una semana pretendía ocultar los cortes en la quijada; tenía pómulos retraídos por un aspecto cabizbajo que, de una forma extraña, inspiraba respeto;  unos ojos lluviosos fijos a cada tramo del asfalto circundante y una voz melosamente ronca que acariciaba raspando las bocinas de los vehículos temblorosos.

El cadáver, porque dicho hombre iría a morir pronto, clavó su mirada en un auto azul que combinaba perfectamente con su atuendo y se adelantó a grandes zancadas, desafiando los frenos agonizantes y los chirridos estridentes de las viejas maquinarias andantes, empujó a los policías curiosos que, minutos antes lo observaban al lado de algunas patrullas estacionadas, empezó a correr y, súbitamente, el tráfico se veía aliviado y la eclosión vehicular dibujaba una especie de anillo entre el demente confeso y el conductor decidido. Segundos antes de morir, el sujeto cambió su discurso: “¿Por qué la aplastaste?” gritó, desgarrando los últimos resquicios de sus cuerdas vocales, sangrando sutilmente, desenfundando un revólver oculto en su saco, aventando el cartel destartalado, improvisando un brinco de piedra, blanqueando los ojos, arrodillándose frente al auto y falleciendo en el acto.

El sedán azulino se detuvo a su lado; dos muchachos de apariencia senil, embutidos en batas grises y portando botas y guantes de goma amarillos, recogieron al chiflado del suelo para depositarlo en la maletera del coche. Se largaron al instante y la policía comenzó con su ardua labor. Los efectivos despejaron las pistas, despacharon a los curiosos y respondieron a sus preguntas tan inocente como torpemente, repartieron flashes de comunicados oficiales al que lo requiera y enviaron a una patrulla a perseguir al conductor en fuga. Todo sucedió en la tranquilidad de un día normal y así acabó, sin mayor interés. Algunos pocos se preguntaron por qué los celulares se quedaron súbitamente sin señal y fueron prácticamente inutilizables durante una hora; los operadores los resarcieron con nuevos equipos o crédito y ahí terminó.

Un día después todo continuaba nublado, un chico se aproximaba a los choferes y transeúntes cuando el semáforo indicaba el rojo respectivo para venderles periódicos y titulares, los árboles sonreían hipócritamente al paso del tiempo y la patrulla persecutora reposaba en una esquina aguardando a un incauto para chantarle una papeleta piadosa. Un diario se dejó ver cayendo en la pista ante el descuido del muchacho, el titular era tan inusual como siempre… “Todo continúa normal”.