“La crème de l’amour, liberté, et la vie en prison” se oyó susurrar al reo un sábado en la noche, antes de dormir. En la víspera de la fuga, todo acaeció con normalidad; nadie lo sospechó, ni tendrían por qué.
Un policía afrancesado que, malhumorado por
su cambio de turno, sacó a flote su fantaseo expiatorio, recorrió
tranquilamente los cursis pero limpios corredores del Fuerte, cárcel estatal
temida y respetada no por muchos, mas habitada por varios. Durante el breve
tiempo que abordó los pasillos del centro penitenciario pudo conocer
perfectamente las celdas, hasta les agarró cariño después de unos días. El
chiquillo con uniforme era alto, meditabundo, extranjero, alguien cuyo nombre
nadie supo porque nadie lo pudo pronunciar, ni tampoco se interesaron mucho en
ello; se había fugado tanta gente del país que era común ver uno que otro
personaje forense en medio de una calle cualquiera. Él, belicoso y abstraído
como siempre, decidió recorrer cada pequeño recinto, provocar al mínimo
presidiario, ganarse golpizas, propinar castigos. En pocos días se ganó el odio
y temor de la mayoría de convivientes; sin embargo, exceptuó siempre a unos cuantos: una suerte de pequeña comunidad que suponía evocar al “Club de la Serpiente”,
un grupo de convictos pseudo-intelectuales,
paranoicos, románticos y desdeñosos. El guarda pareció enamorarse de
ellos, pasando horas enteras conversando y maquinando y fantaseando y creyendo
ser los muchachos franceses del lugar.
“Prendre la fuite” solía decirse al final de cada
reunión los preciados samedis. Un
himno inusual, conciso, tramposo y desleal; el amén de los presos del club,
porque todos sus miembros andaban reclusos en él. El dato curioso es la
complicidad que se notaba entre el guardián y uno de los prisioneros. Se
conocían desde antes y tenían un enemigo en común: Una mañana soleada, en medio
de una avenida principal, el efectivo se desenvolvía en su ardua labor de
policía de tránsito hasta que, tal vez por el reflejo del astro o su sexto
sentido corrupto, advirtió una falta leve. En una de las calles aledañas un
auto azul se había detenido más adelante de lo normal, invadiendo el crucero
peatonal. Fue pues, a concluir el trámite respectivo; paso lento y seguro,
malicia tierna y oscura, golpeó suavemente el vidrio polarizado, soberbia
vehicular. El sedán arrancó inmediatamente desafiando la luz roja y surcando
los autos advenedizos, el policía cayó de espaldas y sólo alcanzó a ver una
minivan negra inestable, girando y evitando el choque con el coche infractor
para terminar estrellándose contra un árbol circundante. Impertérrito, corrió a
socorrer el accidente, a mitigar el daño; morboso, el ansia de la imagen
hiriente de un cadáver lo hizo atravesar el humo y saltar las astillas y
esquirlas con la habilidad del entusiasta impaciente. Antes de poder siquiera
ver qué sucedía dentro, resonó un disparo en el vehículo, se asomó por la
ventana rota y pretendió no ver lo que ocurría.
-
Vous êtes
à l’étrànger, monsieur – exclamó el pulcro hombre que adornaba el desastre.
-
¿Ah?
-
¡Jajaja!...
A este caballero – apuntando al cadáver del conductor con su arma –
solían llamarle Winnie; yo, no tengo nombre.
Le Moment – Mémoire V: La Fuite