No dormía bien desde la semana pasada, las
continuas pesadillas lo insultaban y su eco reverberaba por la cuadriculada
habitación en la que vivía. Era un hombre travieso y confundido, alegre y
estúpido, pero inmensamente perdido; absorto en su totalidad extenuante, en su
ansiedad lucrativa, en las sanguijuelas de toda su vida: la eterna duda de sus
deudas.
Levantóse cansado y huyó hacia el trabajo.
Tenía pensado renunciar hace varios días, pero la cobardía natural que expelían
sus cuentas le impedía hacerlo; se embadurnó en cachemire y su clásico eau de
la vie, mal llamado ginebra, y se retiró paulatinamente hacia la puerta de
bordes dorados que lo separaba del oscuro mundo primaveral del que era parte.
La cerradura se trabó y su aspecto tomó el tinte rojizo que nunca tuvo. Ardía y
quemaba y sulfuraba la salida, alarmando a Miguel, nuestro personaje, y
obligándolo a escapar por la ventana que apuntaba hacia el pasadizo del
condominio. Corrió durante horas ignorando platas y oros y fuegos y guantes
blancos por el suelo; continuó corriendo hasta hallar una resbaladera acuática.
Ya estaba mojado hacía un par de horas, pero le tenía miedo al agua;
desesperado, resolvió saltar al vacío.
Caía y no dejaba de caer, hasta se podría
decir que planeaba y, por supuesto, planeaba morir. Respiraba humo y llovía
ascendentemente, las gotas ácidas fueron deshaciendo su traje en billetes de
dieces, veintes y cienes. Despegó el cielo económico y, en su desnudez, Miguel
vislumbró su destino: un vicioso y psicópata muchacho se apuntaba a la sien con
un revólver mientras lo perforaba con la vista; el cian de su mirada lo
despedazó, conduciéndolo a un estado de demencia neutral, gritos y gritos y la
sorda amplitud sonora del Smith&Wesson retumbaron en su cabeza. Ciego por
el temor, abrió los ojos y se encontró con la botella de gin a medio tomar. Abandonó
lentamente la cama, recordando que el agua de la vida era el whisky, mas no su adorado
liqueur de ginèvre, se retorció por
un minuto hasta percatarse del alboroto vecinal: un hombre elegante corría
desesperado hacia la avenida principal; entretanto, algún otro grupo de
ciudadanos se dispersaba hacia y desde la plaza.
Desinteresado y con una tardanza
considerable, terminó siendo convencido por el oficio y se aventuró a su faena
diaria. Se despidió de su edificio entre el tumulto cucufato y el bullicio
episcopal sin apartar su pensamiento de aquel momento. Esos ojos azules no los
olvidaría jamás.
Le Moment – Mémoire IV: Coup de Feu