El Tambor Elefante (parte seis)


Abandoné el cuartucho tras dos días de ensayo, barriendo el camastro con la mirada y recordando las esquirlas que aún tenía impregnadas en el cuerpo. Me fui aun cuando no lo dejaba, mirándolo por la ventana; las botellas vacías ahora convertidas en candelabros por obra y gracia del viejo portero y la tacha de metal que cubría desafiante el interruptor de la luz. Lo quería dejar y permanecí observando por algunos o varios minutos, de lejos ahora, acompañado por la melodía trágica producto de la encarnizada batalla que se estaría librando a unos metros por encima de mí. Di unos pasos y me despedí tristemente de la gata, que me veía a las faldas del cerro donde luchaban unos dos caracteres por el tiempo acordado. Agazapado y melancólico conté mis pisadas, conté las seis noches insomnes que me habían atrapado y salí de la vieja quinta, con la mano izquierda en el bolsillo y la derecha sujetando el estuche de mi instrumento. Volteé por última vez para encontrarme con el anciano esbozando un conato de sonrisa, la minina abordando su antigua esquina en mi habitáculo, la oscuridad esclareciendo milagrosamente el mismo y la sinfonía de gemidos perdiéndose entre respiraciones fingidamente agitadas.

Cuando me arrepentí era ya demasiado tarde, me creí perdido entre una maraña de calles y avenidas ciertamente desconocidas para mi yo actual. Turista sacrílego en tierra de nadie, caminé dando vueltas entre los edificios grises que a veces confundía con mis legañas y los retazos de animales muertos que protegían mi mente. Antes de notarlo ya estaba ahí: un pequeño tambor elefante me seguía meneando su trompa y proponiéndome aventuras estrafalarias al compás de un suave ritmo occidental. Supuse conocerlo y hasta quererlo cuando lo vi, andaba ya demasiado cansado como para contradecir a mi cerebro, el cerumen carcomía mis oídos, pero de alguna manera lograba comunicarme con él: ininteligiblemente me dijo que sólo faltaba una, que con siete noches moriría y que sólo faltaba una. Lo repitió a trompazos y escopetazos de redobles y un batido de percusiones selváticas; yo avanzaba y trataba de olvidarlo, sin pensar pensaba en que pensar se había vuelto algo confuso, aún pensativo me seguía y yo giraba y viraba para perderlo, pero ahí seguía, chillando y proclamando felizmente mi destino. Más cansancio. Mi guerra interna era, hasta cierto punto, comparable con la de mi amiga meretriz, tal vez por ello le guardaba tanto cariño, fuera de nuestros encuentros casuales, tan divinamente planificados, y de las escaramuzas del viejo por mantenernos despiertos. Tal vez todo sea solo un tal vez. Nada y por nada y para nada certero era absolutamente nada… porque tal vez nada de esto era cierto.

Llegué a una vieja e iluminada plaza, fechoría demoníaca aquella luz, dedicada a algún héroe hipócrita de antaño. Paseé por la muralla, en honor de una pared con tiros; la estatua del equino, en honor a un animal esclavizado; a través del revolver maltrecho, en honor a una inversión mal hecha; y por un guerrero en pie, en honor de un cobarde que perdió un conflicto y un ojo. La crucé casi sin ver, pero observando todo, y me posé ante la gran escalinata de piedra que recibía a los feligreses cada domingo al ocaso, corría la noche tardía y subí escuchando los continuos golpes que suponían las tejas castigadas por el sereno agresivo y el gracioso triquitrac que susurraba el tambor elefante atrás mío. Seguí escalando casi hasta conseguir el premio bíblico, casi tocando la reja dorada sin poder entrar junto a mi nueva mascota, subí tan agotado que paré en el último peldaño, sentándome decididamente a esperar. Dos minutos. El tambor elefante, inocente oráculo maldito, cayó presa del desconcierto agonizante de mi avezado accionar: salté sin cavilar hacia él, dispuesto a salvarlo de una muerte segura, sino un accidente descomunal, y una teja roja como mi bullente sangre y mi vista inflamada reventó a no muchos centímetros de nosotros. Sentí su trompa enrollarse contra mi cuello, creí desfallecer cuando noté que me acariciaba, me suturaba los hechizos mentales, me dirigía la mano hacia el bolsillo…

La encontré por enésima vez, a la pastilla. La tragué pesimista, desapareciendo el tambor elefante, y mi pesadumbre se tornó en rosa, como la vida y la canción. Comencé a sonreír sin motivo, me levanté enérgicamente pensando, por fin, en que todo iba a estar bien y que ya nada importaba sino mi maletín abandonado bajo la teja derruida. Comprobé la salud de mi trompeta y corrí hacia el bar más cercano, desinteresado de la vida y del camaleón que resulté ser aquella noche. Mis músculos se retraían automáticamente, mi rostro defecaba esperanza y, a pesar de todo, camuflada la tristeza y cantando y ensayando el curioso tema de Satchmo, en el fondo de mi alma, cercana a las tinieblas, lo sabía… el tambor elefante tenía razón: sólo faltaba una.

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