Abandoné el cuartucho tras dos
días de ensayo, barriendo el camastro con la mirada y recordando las esquirlas
que aún tenía impregnadas en el cuerpo. Me fui aun cuando no lo dejaba,
mirándolo por la ventana; las botellas vacías ahora convertidas en candelabros
por obra y gracia del viejo portero y la tacha de metal que cubría desafiante
el interruptor de la luz. Lo quería dejar y permanecí observando por algunos o
varios minutos, de lejos ahora, acompañado por la melodía trágica producto de
la encarnizada batalla que se estaría librando a unos metros por encima de mí.
Di unos pasos y me despedí tristemente de la gata, que me veía a las faldas del
cerro donde luchaban unos dos caracteres por el tiempo acordado. Agazapado y
melancólico conté mis pisadas, conté las seis noches insomnes que me habían
atrapado y salí de la vieja quinta, con la mano izquierda en el bolsillo y la
derecha sujetando el estuche de mi instrumento. Volteé por última vez para
encontrarme con el anciano esbozando un conato de sonrisa, la minina abordando
su antigua esquina en mi habitáculo, la oscuridad esclareciendo milagrosamente
el mismo y la sinfonía de gemidos perdiéndose entre respiraciones fingidamente
agitadas.
Cuando me arrepentí era ya
demasiado tarde, me creí perdido entre una maraña de calles y avenidas
ciertamente desconocidas para mi yo actual. Turista sacrílego en tierra de
nadie, caminé dando vueltas entre los edificios grises que a veces confundía
con mis legañas y los retazos de animales muertos que protegían mi mente. Antes
de notarlo ya estaba ahí: un pequeño tambor elefante me seguía meneando su
trompa y proponiéndome aventuras estrafalarias al compás de un suave ritmo
occidental. Supuse conocerlo y hasta quererlo cuando lo vi, andaba ya demasiado
cansado como para contradecir a mi cerebro, el cerumen carcomía mis oídos, pero
de alguna manera lograba comunicarme con él: ininteligiblemente me dijo que
sólo faltaba una, que con siete noches moriría y que sólo faltaba una. Lo
repitió a trompazos y escopetazos de redobles y un batido de percusiones
selváticas; yo avanzaba y trataba de olvidarlo, sin pensar pensaba en que
pensar se había vuelto algo confuso, aún pensativo me seguía y yo giraba y
viraba para perderlo, pero ahí seguía, chillando y proclamando felizmente mi
destino. Más cansancio. Mi guerra interna era, hasta cierto punto, comparable
con la de mi amiga meretriz, tal vez por ello le guardaba tanto cariño, fuera
de nuestros encuentros casuales, tan divinamente planificados, y de las
escaramuzas del viejo por mantenernos despiertos. Tal vez todo sea solo un tal
vez. Nada y por nada y para nada certero era absolutamente nada… porque tal vez
nada de esto era cierto.
Llegué a una vieja e iluminada
plaza, fechoría demoníaca aquella luz, dedicada a algún héroe hipócrita de
antaño. Paseé por la muralla, en honor de una pared con tiros; la estatua del
equino, en honor a un animal esclavizado; a través del revolver maltrecho, en
honor a una inversión mal hecha; y por un guerrero en pie, en honor de un
cobarde que perdió un conflicto y un ojo. La crucé casi sin ver, pero
observando todo, y me posé ante la gran escalinata de piedra que recibía a los
feligreses cada domingo al ocaso, corría la noche tardía y subí escuchando los
continuos golpes que suponían las tejas castigadas por el sereno agresivo y el
gracioso triquitrac que susurraba el tambor elefante atrás mío. Seguí escalando
casi hasta conseguir el premio bíblico, casi tocando la reja dorada sin poder
entrar junto a mi nueva mascota, subí tan agotado que paré en el último
peldaño, sentándome decididamente a esperar. Dos minutos. El tambor elefante,
inocente oráculo maldito, cayó presa del desconcierto agonizante de mi avezado
accionar: salté sin cavilar hacia él, dispuesto a salvarlo de una muerte
segura, sino un accidente descomunal, y una teja roja como mi bullente sangre y
mi vista inflamada reventó a no muchos centímetros de nosotros. Sentí su trompa
enrollarse contra mi cuello, creí desfallecer cuando noté que me acariciaba, me
suturaba los hechizos mentales, me dirigía la mano hacia el bolsillo…
La encontré por enésima vez, a la
pastilla. La tragué pesimista, desapareciendo el tambor elefante, y mi
pesadumbre se tornó en rosa, como la vida y la canción. Comencé a sonreír sin
motivo, me levanté enérgicamente pensando, por fin, en que todo iba a estar
bien y que ya nada importaba sino mi maletín abandonado bajo la teja derruida.
Comprobé la salud de mi trompeta y corrí hacia el bar más cercano,
desinteresado de la vida y del camaleón que resulté ser aquella noche. Mis
músculos se retraían automáticamente, mi rostro defecaba esperanza y, a pesar
de todo, camuflada la tristeza y cantando y ensayando el curioso tema de
Satchmo, en el fondo de mi alma, cercana a las tinieblas, lo sabía… el tambor
elefante tenía razón: sólo faltaba una.
El Tambor Elefante (parte seis)