Realmente fueron tantas veces, que podría
desmenuzarla sin perder su esencia. Primero su voz, dividiéndola en pedacitos
por cada una, mejorándola un poco, limpiando los ecos sordos como para teñir
mejor los matices que proponía; coger cada parte y colgarla en cada habitación,
en cada uno de los escenarios en los que, algunas veces, fue protagonista:
nunca dos veces y siempre más de una. Aquellos sonidos, tan perspicaces, hacían
pensar a cualquiera, tal vez por lo extraño o lo morboso, pero siempre se
terminaba hablando del habla, vociferando, cuchicheando y desgarrando entre
dientes el mínimo timbre que escondía sus inocentes propósitos, cada éxtasis
oral que se suponía eterno por su continuidad y fugaz por su inestabilidad.
Imagínese todo aquello, y realmente fueron tantas veces, tal vez las que estuvo
viva o muerta, pero siempre terminando, como un viaje: bello, ajeno, nuevo y
nostálgico (sin respetar algún orden lógico). Lo común siempre era el final, y
su voz dibujaba el cenit de una existencia (y fueron tantas voces).
Lo segundo fueron los ojos, el acecho
invisible. Una vez, sólo una, llegué a verlos, porque cada vez que los vi luego
era exactamente igual, como si esa mirada me persiguiera o peor, me
perteneciera. Figúrese que se encuentra en una casa, blanca como la nieve y
oscura como la misma, decorada con macetas infértiles y flores enterradas, un
solo cuadro por habitación y un cuadro por cada mirada. Es un sesgo hacia tu
razón, en algunas estás solo, en otras también. Y siempre hay alguien.
Realmente fueron tantas veces como las veces que se posaron en alguien, en algo
que se movía, e incluso en los quietecillos, siempre mudando y mutando y una a
la vez para siempre. Sus ojos viajaron como sus voces omnipresentes, pero
exclusivas a su tempestad. Hubo días en que parpadeó, casi tambaleándose la
casa por la estampida monumental de sus prisioneros y aparecía un ídolo, con
tantos ojos como lenguas dispuesto a capturarlos y reproducirlos para no
olvidarlos jamás. Hubo días como esos, en los que el riesgo centelleaba como
las lágrimas que lograba fingir. Fueron muchas veces, en realidad, porque
cuando los cerraba ocurría al mismo tiempo, ahogándose junto a sus gemidos.
Y fueron aun más veces las que pude
olvidarla; sin embargo, siempre era diferente… y eso la hacía igual, induciéndome
en su trampa, como un payaso cuya enfermedad es la risa y, lamentablemente,
contagia. Lo tercero es lo último que recuerdo, y no sé por qué. Lo tercero
fueron sus manos, suaves, delicadas y tozudas. Independientes, sin lugar a dudas,
pues solían escapar a la vigilancia de su vista y a las órdenes de su boca,
pero temerosas de todo. Estupor creyeron dibujarle a cada una con sus dedos y
tinta roja, como témpera; y por ello era la artista, la pitonisa mágica que
presentía con su tacto los desmanes propios que acaso todos pudieron ver, pero
nadie predecir, y eran como señales, tan tontas y oblicuas como los idiotas que
se paraban a verlas, colgando en cada habitación del museo en que se había
convertido tras algún tiempo de paz. Camaleónica como ninguna se disfrazaba con
sus dedos, sin dejar huella, al compás inerme de sus falencias musicales y de
su canto de sirena.
La cuarta me la contaron después, o eso
quiero creer, porque definitivamente no la hospeda mi memoria. Confieso que
heme perdido en una tinta dactilar posterior al silbido de culebra que arrulló
mi oído derecho: “Sé a ti”; sin preguntar cómo lo asimilé, viéndome convertido
en material para pintores y en esencia pura, en un barítono para la soprano, y
en un vistazo lascivo para la nueva celda que albergaría su última obra. Traté
de no pensar porque sin duda me oiría, ella que todo lo puede, y desertaría
cual animal despavorido al sentirme invadido, cuando realmente le pertenecía
desde el momento en que la temí. Por tanto o más, en aquella casa centinela a
la caza de sus centinelas, ascendí enervado al reino celestial de sus entrañas.
Dulce y dulce: mi pensamiento y su voz.
La cuarta, retomando el relato, me la contó
un nuevo compañero (porque mi premio excluía a la soledad). En el suelo,
desparasitando sus pecados, inhaló la mala suerte de no saber qué hacía:
revolcándose y lenta, absorta, compaginaba sus espasmos fronterizos con el
exilio de una, sino muchas vidas. Y nadie le hizo caso, porque realmente fueron
tantas veces que sencillamente reían y cantaban y bailaban junto al
espectáculo, sin mirarlo ya sea por temor o respeto, ignorando sabiamente lo
que pudo haber sido su ternura exfoliante y su redención absoluta. A nadie
parecía importarle, mientras ella olfateaba raudamente como queriendo
inspeccionar a cada uno al despedirse, y descendía conforme reconocía todo,
conforme se daba cuenta que todo lo sabía y que ésa sería sólo una más, que
tendría suficientes reemplazos, suficientes habitaciones. Feliz porque pintaría
todo de nuevo… una vez más.
Otra Guirnalda