Con la trompeta al hombro, los botines
enterrados y el sudor en el piso, llegué a casa sonriente después de una larga
faena musical. Enjuta y cabizbaja me esperaba celosa mi gata gris, que tres
semanas antes había recogido de la calle después de tres semanas de darle
migajas y ahora, faltando sólo tres horas para que ella me aloje en su antiguo
hogar, me recibía con vergüenza de lo alegre que se ponía, como un niño
enamorado. Deposité mi instrumento en la límpida esquina de la que se había
adueñado y, después de intentar esterilizar mi hígado con un vaso de agua, caí
en el oscuro colchón de dunlopillo transverso, siempre sonriendo, con la
quijada adormecida ya del excelso uso de mi dentadura, y tracé otra línea en la
cabecera del catre.
Dos copas vacías lucían tristes en el fondo
del cuartucho y una botella de vino sin vino perfumaba amablemente el remanso
de la estancia, disimulando su estado de cuchitril. Solía beber de ella y hacerla
durar, pero hoy lo más cercano al brebaje que tenía era un óleo de un caballo
reposando en una pradera amarilla, esperando flojo la pincelada que lo libere
de su inerte prisión. Evalué rápidamente y por séptima vez el restante de mi
habitación, deteniéndome graciosamente, y por séptima vez, en el dorado
adminículo que me desafiaba desde la esquina opuesta, cual pugilista eólico,
armonizando con mi sonrisa traviesa y el reflejo de la bombilla sobre nosotros,
casi insultándome y desvistiendo sus sonoras intenciones conforme la vigilia se
largaba con la modorra y bajaba la guardia esperando, sin esperanza, el golpe
final que me condene al onirismo.
Perdí y, casi noqueado, viré hacia el lado
derecho de mi cama: un vientecillo confundía al foco con un péndulo, haciéndolo
oscilar dibujando el olor a noche y carajillos orgásmicos que se filtraban por
una pequeña hendidura rajada en el alféizar de mi ventana; por poco podía
verlo, el ritual insaciable se definía con las sombras y humores próximos que
expedía la luz y saludaba el agujero; cubiertas las formas únicamente con el
rubor de las cortinas, mas definiendo cada movimiento conforme la penumbra
terminaba de inundar el recinto y cercenar el recibo de luz que no habían
cancelado. La danza continuó mientras caía despierto, viendo el telón un poco
abierto, las sombras impúdicas y oyendo el recital retozado que componía la
percusión arrítmica sobre mi techo.
El Tambor Elefante (parte uno)