El Tambor Elefante (parte uno)


Con la trompeta al hombro, los botines enterrados y el sudor en el piso, llegué a casa sonriente después de una larga faena musical. Enjuta y cabizbaja me esperaba celosa mi gata gris, que tres semanas antes había recogido de la calle después de tres semanas de darle migajas y ahora, faltando sólo tres horas para que ella me aloje en su antiguo hogar, me recibía con vergüenza de lo alegre que se ponía, como un niño enamorado. Deposité mi instrumento en la límpida esquina de la que se había adueñado y, después de intentar esterilizar mi hígado con un vaso de agua, caí en el oscuro colchón de dunlopillo transverso, siempre sonriendo, con la quijada adormecida ya del excelso uso de mi dentadura, y tracé otra línea en la cabecera del catre.

Dos copas vacías lucían tristes en el fondo del cuartucho y una botella de vino sin vino perfumaba amablemente el remanso de la estancia, disimulando su estado de cuchitril. Solía beber de ella y hacerla durar, pero hoy lo más cercano al brebaje que tenía era un óleo de un caballo reposando en una pradera amarilla, esperando flojo la pincelada que lo libere de su inerte prisión. Evalué rápidamente y por séptima vez el restante de mi habitación, deteniéndome graciosamente, y por séptima vez, en el dorado adminículo que me desafiaba desde la esquina opuesta, cual pugilista eólico, armonizando con mi sonrisa traviesa y el reflejo de la bombilla sobre nosotros, casi insultándome y desvistiendo sus sonoras intenciones conforme la vigilia se largaba con la modorra y bajaba la guardia esperando, sin esperanza, el golpe final que me condene al onirismo.

Perdí y, casi noqueado, viré hacia el lado derecho de mi cama: un vientecillo confundía al foco con un péndulo, haciéndolo oscilar dibujando el olor a noche y carajillos orgásmicos que se filtraban por una pequeña hendidura rajada en el alféizar de mi ventana; por poco podía verlo, el ritual insaciable se definía con las sombras y humores próximos que expedía la luz y saludaba el agujero; cubiertas las formas únicamente con el rubor de las cortinas, mas definiendo cada movimiento conforme la penumbra terminaba de inundar el recinto y cercenar el recibo de luz que no habían cancelado. La danza continuó mientras caía despierto, viendo el telón un poco abierto, las sombras impúdicas y oyendo el recital retozado que componía la percusión arrítmica sobre mi techo.

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