Un caballo pasó alegremente por la puerta de
mi casa aquella mañana, la montura suelta parecía ajustarse por un milagro
equino mientras el jinete caminaba como arrastrándose para mostrarle el camino
a la bestia libre. El ingenuo animal parecía contento por su destino; arraigado
y servicial, rechinaba sus dientes y levantaba el rabo luciendo el ébano de sus
cerdas danzantes, reverenciando al alba. Sus crines oscuras se extendían hasta
las primeras articulaciones de sus patas delanteras, viradas siempre hacia su
derecha y majestuosas y lacias y bien definidas, cabellos mojados de chasqui
presuroso, y colgando felices exhibían la contraparte de su musculosa
envergadura. El équido se movía elegante y despacio, disfrutaba cada pequeño
clac que producía el choque de sus cascos con el asfalto irregular que cubría
la avenida en donde se hallaba la quinta; su pelaje marrón y su montura suelta
querían saltar y expandirse y demostrar su libertad y la benevolencia del
caballo. Todo él seguía a su amo cansino, con el sombrero de paja de lado y la
camisa blanca abierta, como un chalán vagabundo reclutando piedrecitas para
armar su casa. Todo él lo seguía, majestuoso y arrastrándose, contento y detrás
del hombre, firme y con los ojos vendados.
Mis ojeras se confundían con la sombra del
amanecer y la visión, indistinta del común de la gente, se me presentaba como
un ángel. El chalán me miró fijamente, evaluándome con sus pequeños ojos grises
y escupiendo un insulto mental azuzado con el desprecio e insatisfacción
mañanera que genera llevar un caballo sin poder montarlo. Salí a la calle y me
encontré con una larga procesión de animales dirigiéndose a un albergue
infantil. Ni un solo auto quedaba en la calle, todos se largaban resignados y
absortos en sus desgracias, todos cabizbajos y con sombreros de paja, y los
animales limpios y felices por estar seguros que más tarde jugarían con unos
dulces pequeños y aun más tarde estarían durmiendo entre heno y pasto en las
granjas del pueblo más cercano. Los hombres, conscientes de que habían perdido
todo, sólo seguían… esperando que se abra la tierra o que la carga sea
demasiado pesada para avanzar, esperando que les sujeten los pies desde los dos
costados y que su dulce marcha sea más lenta, tal vez un poco más injusta.
Los despedí con una mano, mi torso desnudo y
bronceado simulaba un intento de sombra en la tosca avenida y mi brazo
izquierdo oscilaba alto. Siempre observando, sabía que irían al matadero, que
tenían deudas, que el gobernador era
sádico y que pasarían por un albergue de niños… lucían lindos sólo por la
esperanza de ver el brillo en los ojos de los muchachos que imaginarían el circo
más grande del mundo. De pronto se comenzó a escuchar, como todos los muertos
andantes que convergen antes de confinar su suerte, la marcha fúnebre y la
percusión de sus pasos, la coordinación semiarmónica que producía su
sufrimiento, el tic tac de sus pisadas como quejándose ante sus dioses,
aguardando el rayo maldito que sentencie su elegía. Siempre y sin querer,
luchando contra la burla insomne de mi mala suerte, lanzando un adiós al
caballo feliz, no había dejado de sonreír.
El Tambor Elefante (parte tres)