El Tambor Elefante (parte tres)


Un caballo pasó alegremente por la puerta de mi casa aquella mañana, la montura suelta parecía ajustarse por un milagro equino mientras el jinete caminaba como arrastrándose para mostrarle el camino a la bestia libre. El ingenuo animal parecía contento por su destino; arraigado y servicial, rechinaba sus dientes y levantaba el rabo luciendo el ébano de sus cerdas danzantes, reverenciando al alba. Sus crines oscuras se extendían hasta las primeras articulaciones de sus patas delanteras, viradas siempre hacia su derecha y majestuosas y lacias y bien definidas, cabellos mojados de chasqui presuroso, y colgando felices exhibían la contraparte de su musculosa envergadura. El équido se movía elegante y despacio, disfrutaba cada pequeño clac que producía el choque de sus cascos con el asfalto irregular que cubría la avenida en donde se hallaba la quinta; su pelaje marrón y su montura suelta querían saltar y expandirse y demostrar su libertad y la benevolencia del caballo. Todo él seguía a su amo cansino, con el sombrero de paja de lado y la camisa blanca abierta, como un chalán vagabundo reclutando piedrecitas para armar su casa. Todo él lo seguía, majestuoso y arrastrándose, contento y detrás del hombre, firme y con los ojos vendados.

Mis ojeras se confundían con la sombra del amanecer y la visión, indistinta del común de la gente, se me presentaba como un ángel. El chalán me miró fijamente, evaluándome con sus pequeños ojos grises y escupiendo un insulto mental azuzado con el desprecio e insatisfacción mañanera que genera llevar un caballo sin poder montarlo. Salí a la calle y me encontré con una larga procesión de animales dirigiéndose a un albergue infantil. Ni un solo auto quedaba en la calle, todos se largaban resignados y absortos en sus desgracias, todos cabizbajos y con sombreros de paja, y los animales limpios y felices por estar seguros que más tarde jugarían con unos dulces pequeños y aun más tarde estarían durmiendo entre heno y pasto en las granjas del pueblo más cercano. Los hombres, conscientes de que habían perdido todo, sólo seguían… esperando que se abra la tierra o que la carga sea demasiado pesada para avanzar, esperando que les sujeten los pies desde los dos costados y que su dulce marcha sea más lenta, tal vez un poco más injusta.

Los despedí con una mano, mi torso desnudo y bronceado simulaba un intento de sombra en la tosca avenida y mi brazo izquierdo oscilaba alto. Siempre observando, sabía que irían al matadero, que tenían deudas, que el  gobernador era sádico y que pasarían por un albergue de niños… lucían lindos sólo por la esperanza de ver el brillo en los ojos de los muchachos que imaginarían el circo más grande del mundo. De pronto se comenzó a escuchar, como todos los muertos andantes que convergen antes de confinar su suerte, la marcha fúnebre y la percusión de sus pasos, la coordinación semiarmónica que producía su sufrimiento, el tic tac de sus pisadas como quejándose ante sus dioses, aguardando el rayo maldito que sentencie su elegía. Siempre y sin querer, luchando contra la burla insomne de mi mala suerte, lanzando un adiós al caballo feliz, no había dejado de sonreír.

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