“Ave de mal agüero” le dicen por ser negra. Tendida
sobre el asfalto matutino que recibe la puerta de mi casa, un pichón oscuro y
desangrado pretendía augurar un desafío. Por las mañanas mis días son largos,
después de quedar en la calle por sabia decisión de mis padres al revelarles mi
afición musical me hospedé en cuanto lugar me pudo cobijar, y siempre dedicaba
las primeras horas antes del mediodía al encuentro de mi hogar. Mi búsqueda
meridional terminó cuando, tras tocar por milésima vez en el mismo bus de todos
los días, me pasé de paradero: Satchmo me pareció siempre el perfecto músico,
sus temas eran lo suficientemente bellos y comerciales, con sus canciones
siempre aseguraba una buena propina y, por eso, sólo recurría a ellas en caso
de emergencia. Llevaba un tiempo durmiendo en una banquita solidaria cuyo único
gendarme era una pequeña gata que dormía conmigo y cuidaba mis pertenencias. El
minino entendió pronto que teníamos que irnos, pasaron dos meses desde que
llegué y nuevos invasores se aproximaban. La confianza nunca fue mi mayor
virtud, horas enteras observando y sospechando fungieron como algo más que un
sustento para mi estado de ánimo y los vecinos ingresantes no merecían mi
simpatía, sobretodo porque despertaron un achaque somnoliento que
definitivamente significó mi partida. Suscitaron temor y preocupación, bien fundados
por supuesto, ya que luego me enteraría que aquellos desterrados eran unos
enormes ladrones con casas de lujo en Chacarilla y trabajos de brujos en las
calles quienes, cual político innato, disfrutaban y se adjudicaban el bien más
pequeño del inhóspito y el olvidado porque sencillamente, a nadie le importan.
El bus de aquel día lucía jugoso y provocador,
y la recompensa que hallé ahí fue más que gratificante. Toqué “La vie en rose”
como burlándome de mí mismo y a un muchacho pareció hacerle gracia, no me dio
propina, pero me entregó un papelito con dos direcciones, “En ésta puedes
vivir… y en la otra puedes dormir. Tú decides” me dijo clavándome la mirada y
deshaciendo mi miseria con aquellos ojos pardos que jamás olvidaría. Los dos
pequeños números de tres dígitos se mostraban inocentes y tentadores en mi
mano, me quedé en silencio como dos paraderos pensando en la rareza de lo
común, pensando en aquel mundo tan lejano que algunos llaman oportunidad,
creyendo que la aventura sucedía en otro país de otro mundo de otra dimensión
de la puerta de mi casa, porque tal vez en otra realidad tendría una y sería
feliz y haría el amor todas las noches con una mujer distinta encausada por su
cariño contra mi almohada y camuflada en el rostro placentero de una esposa
diligente, y tendría un perro que movería la cola al saludarme como
escrudiñando mis bolsillos para hallar una croqueta que habría olvidado en la
segunda gaveta del escritorio de la oficina de mi trabajo, y sería jefe, y jefe
de los jefes de mis jefes (en la dimensión que soy empleado), y sonreiría tanto
como lo harían mis hijos que escribirían cartas con crayones y cartón amarillo
en las que errarían las tildes y las eses y los nombres y los crayones para
desearme feliz día del padre en cualquier día menos ése y recibirlo con
algarabía por el desconcierto de la sorpresa. Una mueca extraña se dibujó en mi
rostro y mi fantasía fue gravemente interrumpida por el cobrador que me exigía
retirarme del vehículo. Regresé a mi dimensión vagabunda y me di cuenta que el
muchacho ya no estaba. Bajé y corrí para buscarlo, pero era tarde y anochecía
en mi pensamiento. La mañana transcurrió soberbia, como todos los días,
indiferente ante la desdicha de nuestras gentes; sin embargo, oscureció
temprano en mis cavilaciones absurdas. No tenía una mísera moneda porque no
pedí nada en el bus, y mi cabeza estaba cansada; atardecí ayunando y confuso,
tenía miedo, pero jamás tuve algo que perder… ni aun al borde de la vida,
consumiendo el riesgo cual alcohólico anónimo y preparando mis temores como
cualquier borracho conocido.
Antes de caer la noche tomé una decisión:
quería vivir.
El Tambor Elefante (parte dos)