El Tambor Elefante (parte dos)


“Ave de mal agüero” le dicen por ser negra. Tendida sobre el asfalto matutino que recibe la puerta de mi casa, un pichón oscuro y desangrado pretendía augurar un desafío. Por las mañanas mis días son largos, después de quedar en la calle por sabia decisión de mis padres al revelarles mi afición musical me hospedé en cuanto lugar me pudo cobijar, y siempre dedicaba las primeras horas antes del mediodía al encuentro de mi hogar. Mi búsqueda meridional terminó cuando, tras tocar por milésima vez en el mismo bus de todos los días, me pasé de paradero: Satchmo me pareció siempre el perfecto músico, sus temas eran lo suficientemente bellos y comerciales, con sus canciones siempre aseguraba una buena propina y, por eso, sólo recurría a ellas en caso de emergencia. Llevaba un tiempo durmiendo en una banquita solidaria cuyo único gendarme era una pequeña gata que dormía conmigo y cuidaba mis pertenencias. El minino entendió pronto que teníamos que irnos, pasaron dos meses desde que llegué y nuevos invasores se aproximaban. La confianza nunca fue mi mayor virtud, horas enteras observando y sospechando fungieron como algo más que un sustento para mi estado de ánimo y los vecinos ingresantes no merecían mi simpatía, sobretodo porque despertaron un achaque somnoliento que definitivamente significó mi partida. Suscitaron temor y preocupación, bien fundados por supuesto, ya que luego me enteraría que aquellos desterrados eran unos enormes ladrones con casas de lujo en Chacarilla y trabajos de brujos en las calles quienes, cual político innato, disfrutaban y se adjudicaban el bien más pequeño del inhóspito y el olvidado porque sencillamente, a nadie le importan.

El bus de aquel día lucía jugoso y provocador, y la recompensa que hallé ahí fue más que gratificante. Toqué “La vie en rose” como burlándome de mí mismo y a un muchacho pareció hacerle gracia, no me dio propina, pero me entregó un papelito con dos direcciones, “En ésta puedes vivir… y en la otra puedes dormir. Tú decides” me dijo clavándome la mirada y deshaciendo mi miseria con aquellos ojos pardos que jamás olvidaría. Los dos pequeños números de tres dígitos se mostraban inocentes y tentadores en mi mano, me quedé en silencio como dos paraderos pensando en la rareza de lo común, pensando en aquel mundo tan lejano que algunos llaman oportunidad, creyendo que la aventura sucedía en otro país de otro mundo de otra dimensión de la puerta de mi casa, porque tal vez en otra realidad tendría una y sería feliz y haría el amor todas las noches con una mujer distinta encausada por su cariño contra mi almohada y camuflada en el rostro placentero de una esposa diligente, y tendría un perro que movería la cola al saludarme como escrudiñando mis bolsillos para hallar una croqueta que habría olvidado en la segunda gaveta del escritorio de la oficina de mi trabajo, y sería jefe, y jefe de los jefes de mis jefes (en la dimensión que soy empleado), y sonreiría tanto como lo harían mis hijos que escribirían cartas con crayones y cartón amarillo en las que errarían las tildes y las eses y los nombres y los crayones para desearme feliz día del padre en cualquier día menos ése y recibirlo con algarabía por el desconcierto de la sorpresa. Una mueca extraña se dibujó en mi rostro y mi fantasía fue gravemente interrumpida por el cobrador que me exigía retirarme del vehículo. Regresé a mi dimensión vagabunda y me di cuenta que el muchacho ya no estaba. Bajé y corrí para buscarlo, pero era tarde y anochecía en mi pensamiento. La mañana transcurrió soberbia, como todos los días, indiferente ante la desdicha de nuestras gentes; sin embargo, oscureció temprano en mis cavilaciones absurdas. No tenía una mísera moneda porque no pedí nada en el bus, y mi cabeza estaba cansada; atardecí ayunando y confuso, tenía miedo, pero jamás tuve algo que perder… ni aun al borde de la vida, consumiendo el riesgo cual alcohólico anónimo y preparando mis temores como cualquier borracho conocido.

Antes de caer la noche tomé una decisión: quería vivir.

0 comentarios :

Publicar un comentario