El desdén que ocultaba la celda cándida y
brillante... hasta humeante, me atrevería a decir, no hacía más que inspirar la
ternura que la condescendencia le deja al olvido.
¡Y cómo relucía! El contraluz de su alma reflejada en un verso etéreo y maldito, la alegría destronada, el almíbar de la sinceridad ausente. Todo aquello componiendo la magistral sinfonía sorda, el retrato ciego, el paladar soso del crítico empedernido.
Ebrio por la sonrisa distante de una mujer
engañada, y perplejo por su contestación inesperada, me vi obligado a seguirla.
A distancia considerable y casi de espía, sigilosamente fui dibujando sus
huellas, trazando su andar en la acera maltratada y contemplando el asombro
popular ante el paso imponente de la joven citada. La perseguí durante un buen
tramo, sólo percibiendo las molestas miradas y el desprecio implícito que
emanaban las personas circundantes, una que otra dádiva visual, un poco de
compasión miserable. Noté la confusión popular, la admiración o la estupidez
que parecía entrever la multitud cuando me observaba me integraron en dicha
confusión, pero no olvidé mi objetivo… jamás perdí de vista a la dama
sonriente, al teatro iluminado y la herradura de diamante, a su tez pálida y
sus delicados cabellos negros. Jamás pude perderla de vista, el suave contorno
de su figura que ondeaba a la par de la brisa vespertina, el cálido rocío que
desdibujaba el susurrar de sus botines y el impar salto indecente que arrítmico
enaltecía el paisaje urbano.
Repetí su camino hasta que se detuvo… no
habían más personas alrededor y su sonrisa se desdibujó lentamente. En el
último destello giró; y, sin advertirlo quedé frente a frente con ella. Mi
reacción fue tan impredecible que sin querer me fui acercando a ella. La besé
intempestivamente y quise sumergirme en ella; sin embargo, la dama no tenía
rostro, tan solo una bella sonrisa, un regalo extraño, una profunda herida. Ella
sólo volteó y se fue caminando… sin el ondear de su cabello, sin la silueta del
rocío, sin los saltos aleatorios… sólo caminó y se alejó para siempre, con la
extraña duda acerca de su sonrisa. Nunca supe si la conservó.
Segundos después realicé que no tenía rostro.
Ella siempre sonrió para protegerse, tal vez otorgaba lo único que poseía, tal
vez sólo se burlaba del mundo, después de todo nadie podría mirarla a los ojos,
no podía tener vergüenza, acaso dudé si aquella mujer alguna vez tuvo
identidad. Y no fue capaz de percibir nada, tan solo guiada por sus instintos,
cobijada en el ego de una sonrisa perfecta. La vanidad de sus carencias parecía
más fuerte que la adversidad; y, ciega como muchas, sólo perseguía a sus
sonrisas y a los blancos de estas. Creyó que nadie le podría brindar nada y
sonrió por ello, nadie la merecía… hasta que el furor del rechazo generó simpatía
y un beso selló su intimidad, develó su ego, le otorgó una vida.
Después de un instante lo comprendí… sólo le
faltaba sonreírme.
Son risas... sólo eso