Una tarde de aquellas en las que el sol sale
a mediodía, una noche de aquellas en las que ves salir el sol. El crepúsculo
interno y confuso que azota Lima en el invierno cuando no sabes si es de día o
de noche. El alba de nuevos viajes, la astucia de una parca traviesa, y el
tiempo absoluto por sí mismo.
Así fue el día de su muerte, Michelle se
asomaba curiosa por una esquina apoyándose en un poste y sus indicaciones.
Observó sin inmutarse pensando en no pensar nada, pensando en la demora del ómnibus.
Llegó pues, y abandonó el paradero de la universidad para adentrarse en el
extraño e incómodo mundo del transporte público. Sentada en un asiento
posterior y dibujando monigotes en la ventana, admiraba la lluvia desordenada,
los charcos pequeños y una moto estacionada. Era verde, la motocicleta varada
en la acera del frente era verde y le recordaba un poco la nostalgia de la Lima
gris. Pensó en hacer una fotografía, en escribir un poco, en plasmar un
recuerdo… pensó tantas cosas que casi pierde su parada.
Salía del bus y se oyó un tremendo ruido. Un
par de autos chocaron en plena estación. El metropolitano suspendió sus servicios
y nuestra protagonista se vio obligada a caminar. Cruzando un puente por San
Isidro perdió el equilibrio y cayó. Corrió un hombre, corrió sangre, corrieron
los transeúntes y el cadáver inmóvil.
Nadie se fijó en el visitante que sonreía
desde la avenida. El policía describía sus problemas económicos al chofer de
una combi situada a tres metros del accidente. Y el músico famoso por el que
corrieron los transeúntes buscaba una pluma desesperado. Y aquel hombre no paró
de correr. La señora con sus nietos desestimó la falta de uno. Nadie se detuvo
a verla, sólo un par de periódicos pasados. Sólo un sueño asesinado.
La parca anónima