Entre Muerte y Marea – Parte III


“Cómo me gustaría ver sus bellos ojos de nuevo” Pensaba mientras acariciaba suavemente el cristal tupido. El traje de cedro que vestía aquel día fue talado prematuramente y; sin embargo, estaba ahí. Su tranquilo rostro expresaba ternura, una ligera sonrisa adornaba su tez y quería expandirse, debía hacerlo, pero había muerto. Su velorio estaba lleno de gente desconocida, de llantos ajenos, de falsos recuerdos y un poco de hipocresía, todo parecía una competencia: la vela más alta, el arreglo más grande, el vestido más elegante; asumí que el mío tenía que ser peor. Su rostro empezaba a desdibujarse, producto de mis lágrimas en el cristal, pero no podía desviar la mirada. Sentí un frío inmenso, alguien me tomó la mano exclamando con una voz dulcemente familiar: “Todo va a estar bien”. Agradecí y me retiré junto a mi nueva compañera; ese sería el momento que despreciaría por mucho tiempo… nunca pude despedirme de ella.

Así fue como conocí a La Muerte y, después de dos años, el recuerdo me seguía persiguiendo. Solíamos recordar ese instante con delicadeza, luego se transformó en nostalgia, asunción y catarsis. Fue un proceso largo, pero valió la incondicionalidad de La Muerte para conmigo. Nos volvimos indisolubles, no por establecer una gran amistad, sino por miedo, ya que yo alguna vez estuve demasiado vivo y ella demasiado muerta. Preferíamos tenernos cerca, éramos la enciclopedia de nuestro destino y nos servimos graciosamente cuidando nuestros intereses. Al final, floreció una suerte de relación amical que nos haría pasarla bien cada vez que me acercaba a ella, y me hacía disfrutar aun más los momentos en que se alejaba.

Almorcé mi pizza calentada, cogí mis instrumentos, bebí un chilcano y me largué a ensayar. Durante el camino presencié sucesos extraños: un niño ayudando a una anciana a cruzar la pista, un hombre gritándole por detener el tránsito, un policía poniéndole multa porque “La calle está dura”, y el niño llevándose astutamente el bolso de la anciana mientras ésta lo reprendía por no haberse peinado adecuadamente; también vi un perro ladrándole a un árbol, y otro niño jugando con un semáforo. Tal vez no debiera sorprenderme, pero me resulta divertido hallar gente tan fuera de sí, tan ególatra.

-          ¿Qué tal?
-          Me gustó.
-          ¿Sólo eso?
-          Les salió muy bien ¿Qué más quieres que te diga? – replicó riéndose, La Muerte – Dentro de unas horas tocarás, ¿No estás nervioso?
-          Sabes que no.
-          Pero ésta es importante…
-          Todas lo son.
-          ¿Quisieras que ella fuera, no?
-          En primera fila y con pase a camerinos, jajaja.
-          Jajajaja… ¿Tendrán camerinos?
-         
-          ¡Jajaja!

El concierto resultó mejor de lo esperado, nuevas oportunidades, un par de firmas, un par de groupies, y risas y tragos y humo y un alborotado bar lleno de los caracteres más extravagantes que pudiera encontrar en la bohemia limeña: Barranco. Al rato me despedí de mis amigos llevándome algunos instrumentos y dejando a mi ocasional “acompañante” con ellos. Llegué a mi casa agotado y dormí profundamente, placer que no disfrutaba hacía semanas. Lo único que me mantuvo meditabundo durante aquel día fue el extraño sueño de la noche pasada.

-          ¿Qué haces?
-          Lo siento…
-          ¡Lárgate!

Así me despedí de La Muerte, después de que intentara asesinarme en la mañana, no sé qué pasó, me dijo que vio algo y luego quiso matarme. Triste, seguro, pero solo, termino la botella de whisky de mi velador, cojo mi guitarra y me dirijo a Miraflores. Corro, disparejo, tonto, y corro; quiero hallar ese parque, necesito sentirme vivo de nuevo, necesito desollar ese recuerdo. Bajo atolondrado las escaleras y me detengo al borde del precipicio a observar el océano. “Devuélvemelo todo, por favor, termina de morir” le suplico; sin respuesta, giro y me encuentro a la ciudad, desenfundo mi instrumento y, suspirando, busco un lugar donde sentarme.

“…Y me envenenan los besos que voy dando…” Habían pasado ya algunas canciones, “…Y sin embargo cuando duermo sin ti…” Algunos transeúntes miraban, “…contigo sueño, y con todas si duermes a mi lado…” Depositando sus monedas en el suelo, sintiéndome más vagabundo que nunca, “…Y si te vas, me voy por los tejados…” Más pobre que nunca, y alguien se detiene a verme. “…Como un gato sin dueño, perdido…” Llueve en la sombra de mis ojos, pero me reconforta de alguna manera extraña, “…En el pañuelo de amargura…” Gracias, pienso sin levantar la vista, “Que empaña sin mancharla, tu hermosura…”

“Gracias” me dice mi admiradora, arrodillándose y levantándome la vista, y ahí está de nuevo, sonriente, radiante y llorosa. Yo, absorto por la magia de los sueños, e hilarante, por no recordar su nombre sólo alcanzo a murmurarle al oído: “Sabía que te volvería a ver; aquí, entre muerte y marea”.

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