Ésta es sólo otra historia perdida, de esas
que ya no quiero encontrar, tan pulcras que hasta el polvo añoran, y tan
irreverentes como pertinentes a su indiferencia. Ésta es la historia de aquel
alféizar sagrado y el apoyo del hombre cansino en su corpórea entereza, el
roble talado supo llorar su esperanza en el cantar de los pájaros y el anidar
de los polluelos, el silbar del poniente viento y la envidia a algún fresno
sano, oscilando débilmente en el jardín vecino y ostentando dulcemente la
templanza de sus ramas, alicaídas y temerosas, pero hermosas como ninguna.
Así pues, el ex-roble y alféizar, y el hombre
cansino habitaban juntos un pequeño departamento en la ciudad, tan especial
como ninguno, pero con la general particularidad de encontrarse en medio de un
ex-roble ahora convertido en alféizar. Lo curioso del edificio es que primero
se construyó la ventana, como un juego de niños, talando el roble. Construyeron
alrededor de él, y una pequeña casita del árbol terminó convirtiéndose en un
conjunto habitacional.
Lo aun más curioso e interesante de dicha
historia, es que ya culminó, sólo eso, sin magia, ni anécdotas, sólo un
interés, un cliente, y una sierra. Y he ahí el hombre, apoyando su historia
sobre una no-historia, incluso sin conocer su propia historia, se apoya en el
soporte inmediato, en el roble firme, en el roble envidioso.
El alféizar nunca tuvo ojos, sólo sirvió de
soporte para todos, creyó ser creado para eso, cuando jamás fue creado para
nada. El hombre apoya sus problemas en algo que no conoce, se apoya sin temor a
caerse porque no tiene nada qué perder, no lo conoce… y el fresno, ajeno a
todo, sólo es libre, sólo sigue cayendo. Y al rato, filosofa el hombre y
piensa: “Qué tan feliz debo ser para disfrutar mi caída, si el roble jamás
caerá… pero jamás se ha movido”.
¿Acaso lo sabe el hombre? No importa… ¿Acaso
lo sabe el roble? No importa… ¿Acaso le importa al fresno? Nadie lo sabe.
Pasajeros de Madera