Fábula del Gusanito y la Manzana


Un pequeño y dulce gusanito rodeaba los pliegues del árbol donde vivía. Se hallaba feliz en la cima, jugaba todos los días con sus amigos y descansaba apacible en aquellas serenas noches del verano en el que se encontraban.

El manzano en el que vivían fue plantado hace muchos años en una granja aledaña a un río manso. La granja le pertenecía a una humilde familia de granjeros, la heredaron de unos antiguos hacendados que habitaban a algunas hectáreas de la zona, y trabajaban el huerto trasero con una habilidad admirable. Ellos vivían del comercio de sus productos, y la cosecha de los manzanos se veía próxima. Arrancaron pues, algunas frutas y las colocaron en una canasta tejida de junco; así procedieron con cada uno de los árboles y con cada una de las frutas, las recogían, las guardaban, les sonreían y las apilaban. Concentrados en su ardua labor no se percataron de la cruda tormenta que se avecinaba. Preocupados y extenuados por su esfuerzo, cogieron todas las canastas y se refugiaron en la casa, situada un kilómetro más atrás. Lo que no advirtieron fue que olvidaron una canasta bajo un manzano, llena de sus jugosos frutos, aguardando la protección de la hacienda.

El gusanito tampoco advirtió la tormenta y salió buscando a sus amigos por las ramas superiores, queriendo divertirse, desinteresado, distraído y desesperado, cayó al sorprenderlo una corriente de viento frío, depositándolo en medio de la canasta de manzanas. Confuso y absorto, el inocente insecto se insertó en la insoslayable inmensidad del cesto inocuo; con frío y asustado, no supo qué hacer.

Atrapado en el cesto y expuesto a las peripecias del viento furioso, trató de huir; sin embargo, su escasa velocidad y el corto tiempo disponible le impidieron lograrlo. Quieto, extenuado y casi perdido, empezó a pensar en qué haría, ya que de todas formas estaba atrapado: se hallaba en un envase extraño cuyo origen desconocía, y unos enormes montes rojos le impedían trasladarse cómodamente de un lugar a otro. Por el frío, empezó a acurrucarse contra una manzana, descubriendo así la blandura de su superficie; sorprendido, empezó a probar con las frutas circundantes hasta que horadó sin querer una de ellas, brotó el néctar de su interior y se sumergió en el manjar exquisito.

Encontró refugio en la dulce montaña y una solución a su inminente problema, pero se topó con un dilema: quiso probar todas las manzanas, temía que se le agotara el tiempo y haya alguna incluso más deliciosa que la que lo albergaba. Empezó por las más cercanas, su labor de catador fue única: comparaba sabor, peso, suavidad, color, aroma, absolutamente cada detalle, evaluando así cinco frutas. Mientras la noche aplastaba al árbol con el peso de la tormenta, y éste sumergía sus sombras en la inerte canasta de junco, el pequeño gusano engordaba y perdía movilidad.

Así pues, pasó la noche y la tormenta, y a la mañana siguiente salieron los campesinos para reportar posibles daños. Todo estaba en su sitio, no sucedió nada grave o de lo qué preocuparse; sin embargo, hallaron la canasta con las manzanas y, tras unas breves carcajadas, la llevaron a casa. Cuando se disponían a comerlas, se llevaron la sorpresa de encontrar pequeños agujeros en no menos de ocho manzanas y el cadáver de un gusanito travieso en el centro.

“Pobre, – dijeron – no pudo refugiarse en el corazón de ninguna”.

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