Era sólo una cálida noche de verano y el
dibujo de las gotas golpeando el marco de la persiana carecía de la nitidez
suficiente para imprimir un retrato continuo. La puerta cerrada y el cristal
mullido no son buenas compañeras de mi imaginación, y sedienta, salía de sus
entrañas para encontrarse con su atril; pues éste es un dibujo, un poco ruidoso
y amargo, con las pinceladas distantes que otorga la angustia de verano, con el
andar crepitante de algunos inquilinos húmedos visitando mi regazo. Solía
visitar el cielo en mis tiempos de ausencia, soñar despierto y dormir soñando
son mi pasaje al mar. Aquellas nubes enfurecidas parecían disfrutar mi autarquía,
o mi breve impulso para serlo, y ahí estoy, pintando lo que alguna vez tuve, lo
que vería pronto de nuevo.
Dibujo la silueta de la lluvia en la arena,
el corte preciso del viento en su mirada, y la sombra brillante que describe el
espejo y el rocío eterno que asemeja el cristal y la lágrima que estruja su
caminar entre gotas de sal. De miedo y cal se vestían mis manos y alguna voz
comenzaba a sonar cálida, lejana, pero íntima, y me coge de la mano y me guía
entre sombras y acaricia mi vista con una sonrisa sincera y desaparece con la
luz del camino bajo sus alas. El atril de mis sueños lucía disfraces y su
máscara afín debía ser removida. Es cierto, el agua limpió el camino y batió
sus alas sobre el mar.
Tinte